• jueves, 28 de marzo de 2024
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Aquellos montañeros

Por Juan Iribas

Me encantaría que me gustase el alpinismo como a Mari Abrego o a cualquier Ochoa de Olza, pero como no me tiraba lo suficiente, quise experimentar en primera persona después de haberme empachado a base de vídeos, charlas y de disponer de material suficiente para subir (y bajar) un ochomil.

Vista de una montaña
Vista de una montaña

Después de un viaje por tierra, (no mar) y aire, y de demasiada biodramina entre pecho y espalda, llegué al campo base vestido para la ocasión, apreté los dientes hasta que partí mis muelas del juicio y eché a andar. Como un pulpo en un garaje deambulé de aquí para allá mientras la intemperie me partía la cara. Mis ojos cuarentañeros se tranquilizaron cuando adiviné en la cara noroeste de aquella montaña mediática unas manchas oscuras. Sí, el hombre había conquistado a la naturaleza, así que me dejé orientar por mi instinto y por aquellos cuerpos que divisé a lo lejos.

Andaba con las piernas hasta que flaquearon; entonces, fue mi mente la que se encargó de dar pasos cortos, pesados, cansinos. Me pesaba hasta el aliento.

La climatología me hizo un corte de mangas en forma de ventisca que no la recordaban los sherpas del lugar; tremendo, pero cada vez me encontraba más cerca de aquellos montañeros, así que recordé los consejos de algún videotutorial y avancé hasta llegar a la altura de seis o siete colegas del alpinismo.

Cuando ya los tenía a mi lado, me di cuenta de que me hallaba ante los cuerpos de media docena de montañeros que dejaron su vida en aquel lugar. Y, entonces, me uní a ellos hasta la eternidad.
 

Ideación de ‘Aquellos montañeros’

El otro día me presentaron a la hija de un montañero que murió en Nepal.

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Aquellos montañeros