Había quedado con su nueva editora una mañana de sábado para discutir el título y la portada de su próxima publicación en la cafetería de ‘Castillos en el aire’, un hotel en el que huele demasiado a ambientador de flores de Provenza y en cuyo hilo musical acostumbra a sonar la discografía de Marlango.
Como siempre pidió un Martini sin aceituna ni hielos; no le entusiasmaba esta consumición, pero al haberle ido bien con sus poemarios anteriores, quiso calcar su ritual. Sin embargo, ya no le atendía Manolo. Por lo visto, aquel barman feo, fuerte y formal se jubiló, así que le sirvió una joven de preciosos ojos grises que podría haber sido su hija. El poeta quedó hipnotizado ante la elegancia de la camarera uniformada, que agarraba la botella con gran delicadeza y vertía el vermú mejor que un escanciador de sidra.
Al autor le sorprendió bastante que aquella joven no le mirase a los ojos ni cuando pidió la consumición ni cuando le entregó varias monedas para pagársela ni al preguntarle a qué hora se cerraba la cafetería. “Estará a otras cosas”, pensó. Sin embargo, cada vez que acudía a ‘Castillos en el aire’, procuraba que le atendiera ella, pero jamás de los jamases lo miraba. ¿Timidez, falta de educación, desprecio, inseguridad, intromisión?
Veinte o treinta Martinis después de estériles conversaciones e intentos de cruzar un solo vistazo con ella, el autor de los versos endecasílabos, locamente enamorado de aquellos ojos grises, pergeñó un plan con un único objetivo: que le mirase a los ojos un solo instante. Para ello, entró en el local acompañado de su descarada cojera, el poemario ‘Morir de amor’ y una pistola en la mano. “¡La pasta, dame la pasta!”. La joven camarera, impasible, le sirvió un Martini.
Ideación de ‘Martini’
El otro día quedé en la cafetería de un hotel con tres familiares y me atendió una camarera que no me miró a los ojos en ningún momento.
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