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Blog / El espejo de la historia

Los últimos escondidos del franquismo

Por Javier Aliaga

Los últimos escondidos afloraron con la amnistía publicada en el BOE del 1 de abril de 1969..
Los últimos escondidos afloraron con la amnistía publicada en el BOE del 1 de abril de 1969..

En la película “La trinchera infinita“, Antonio de la Torre interpreta el papel de Higinio Blanco, un modesto concejal republicano de un pueblo andaluz, que en 1936 se esconde tras escapar de la muerte. Su encierro se prolonga durante 33 años, hasta la publicación en el BOE de la última amnistía franquista, el 1 de abril de 1969, cuyo primer artículo: «Se declaran prescritos todos los delitos con anterioridad al 1 de abril de 1939».

En efecto, a partir de esa fecha salieron a la luz los últimos ocho escondidos del franquismo. Hasta entonces ya habían aparecido múltiples casos, una treintena según describe la literatura de referencia: “La España del miedo” de Juan A. Pérez Mateos; y “Los topos” cuyos autores, Jesús Torbado y Manuel Leguineche, universalizaron el término topo.


El personaje interpretado por de la Torre es de ficción recreado con un popurrí de las historias de topos con algún añadido inverosímil para mantener la atención del espectador durante las dos horas y media de proyección.

Al respecto, debiera tenerse en cuenta que el fenómeno de los topos, durante la guerra, no fue exclusivo de republicanos en zona franquista. Hubo gente en ambos bandos que se escondió para evitar iracundas represalias por política, por convicciones religiosas, o simplemente por revanchas fraguadas a lo largo de los años. A los que sumaríamos los desertores que se negaron a ir al frente. El gran riesgo de todos ellos era el colaboracionismo de los vecinos, impregnados de odio y rencor, sabedores que una denuncia significaba acabar en el paredón.

Los escondidos albergaban la esperanza de que su bando saliese victorioso, algo que se desvaneció para los republicanos al fin de la contienda en abril de 1939. Los impertérritos topos renovaron sus esperanzas en que los aliados ganasen la Segunda Guerra Mundial y derrocasen a Franco. Sin embargo, el cambio de tortilla nunca llegó, como tampoco llegó una intervención de Naciones Unidas.

A medida que el franquismo se perpetuaba, los escondidos se rindieron a la evidencia, acogiéndose a los distintos perdones. Hasta la amnistía de 1969, se habían concedido once indultos, pero siempre hubo suspicacias al considerar que eran trampas mortales.

Si hacemos un repaso a la historia de los topos encontramos elementos comunes; detrás de cada uno estaba el apoyo de una mujer –esposa, madre o hermana- que tenía que apechugar con la economía familiar. Las relaciones de pareja desembocaron en algún caso en un embarazo que obligó a la mujer a desplazarse por unos meses para el nacimiento; teniéndose que enfrentar a la evidencia del parecido físico con el padre.

No es una casualidad que un gran porcentaje fueron exalcaldes, figura clave local y, por tanto, una pieza a cobrar en las cacerías humanas que se realizaron. Uno de los momentos de mayor incertidumbre para aquellos “muertos vivientes” era caer enfermo sin posibilidad de acudir al médico; tuvieron que sacarse las muelas ellos mismos.

Manuel Cortés (Mijas, Málaga), 30 años oculto. Alcalde con la llegada del Frente Popular. Combatió en el ejército republicano. Es el caso más célebre, sus peripecias se encuentran en la literatura de referencia, en el libro “Escondido” (In hinding) del periodista inglés Ronald Fraser y en el documental “30 años de oscuridad”.

Pedro Perdomo (Las Palmas), 33 años oculto. Denunciado por el asesinato de dos centinelas, su cabeza tuvo una recompensa de 2.000 ptas. Sus once hermanas lo socorrieron. Estuvo en un hoyo debajo de un bidón en casa de una hermana, cuando ésta falleció se mudó a la de otra hermana en un cuarto de 3 metros cuadrados, donde pasó el resto de su reclusión.

Manuel Piosa “El lirio” (Moguer, Cádiz), 33 años oculto. Se escondió desde el inicio de la guerra en una cueva de la cuadra, junto a la pocilga, con 0,6 m de alto, 0,7 m de ancho y 2 m de longitud: un ataúd que olía a demonios, que en invierno se convertía en un manantial. Acusado del asesinato de un teniente coronel. Permanecía con una escopeta a mano con la intención de suicidarse.

Saturnino de Lucas “El cojo” (Mudrián, Segovia), 34 años oculto. Exalcalde. Un terrateniente local, apodado Barrabás, puso precio a su cabeza, le guardaba rencor por una discusión de lindes. El cura del pueblo lo albergó en un arcón, acabada la guerra cuando éste enfermó, cambió de escondite al desván de su casa.

Pedro Gimeno (Cartagena), 30 años oculto. Abogado socialista, presidió la 1ª Agrupación de Jurados Mixtos de Cartagena. Nombrado fiscal en tiempo de guerra. Se declaró inocente de los fusilamientos en Jaén, pero familiares y amistades le aconsejaron esconderse. Abandonó circunstancialmente, de forma anónima, su encierro para ser tratado de una afección de próstata.

Ángel Pomeda (Toledo). Escondido tras una identidad falsa. Su pecado había sido instalar los altavoces en el Alcázar de Toledo, tema muy sensible al régimen. Combatió en el bando republicano. Con apellidos falsos se casó, llegó a tener una inmobiliaria y ser presidente del Tribunal de Menores de Málaga.

Muerto el dictador y con la amnistía de Juan Carlos I, todavía hubo dos recalcitrantes topos que aparecieron ante el estupor de una España que había iniciado la Transición.

Pablo Pérez “Manolo el Rubio” (Genalguacil, Málaga). Comunista. Tras combatir con el ejército republicano, acabada la guerra, se echa al monte esperando una insurrección contra Franco. Acusado de quemar conventos y delitos de sangre; en su descargo dijo «Un revolucionario auténtico no asesina a nadie». Vivía en la serranía del robo y secuestro de campesinos. Fue detenido en 1976 y puesto en libertad seguidamente para descubrir que en 1936 había dejado embaraza a su novia y que tenía un hijo.

Protasio Montalvo (Cercedilla, Madrid) 38 años oculto. Fue alcalde socialista de Cercedilla en donde se produjeron varios asesinatos. Acabada la contienda, vivió 3 años en una conejera, luego paso a su casa en la que desarrollaba labores hogareñas mientras su mujer vendía chucherías a los turistas. Tras su aparición fue acusado de haber cometido múltiples asesinatos; en el pueblo aparecieron pintadas “Protasio asesino” y amenazas de muerte.

Hay quien sostiene que si los últimos topos se hubiesen acogido a alguno de los indultos anteriores, aunque hubiesen ido a la cárcel, se habrían ahorrado años de reclusión voluntaria. ¿Qué les impulsó a perpetuar su encierro? Es difícil creer que fue una obstinación ciega en mantenerse fieles a la II República, como en el caso de los japoneses Hiroo Onoda y Teruo Nakamura que por lealtad al ejército imperial no se rindieron hasta 1974.

Tampoco eran una estirpe de los últimos de Filipinas que decidieron pasar media vida emparedados porque sí. El comportamiento de la mayoría de los irreductibles escondidos no es comprensible como reacción exclusiva al miedo; hay puntos oscuros y las acusaciones de haber participado en crímenes son bastante plausibles. Es decir, no eran tan inocentes como la historia de “La trinchera infinita”.

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