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Blog / El espejo de la historia

Semana Santa republicana

Por Javier Aliaga

Proponemos un hecho histórico para que el lector adivine si se trata o no de una falsedad.

Verdadero o falso:

Durante los cinco años republicanos, de 1932 a 1936, la procesión del Santo Entierro, organizada por la Hermandad de la Pasión del Señor, recorrió sólo una vez las calles de Pamplona. 

Las Cortes Constituyentes

A primeros de junio de 1931 se convocaron para el 28 de ese mes, las elecciones a Cortes Constituyentes de la II República. No había pasado un mes, desde la quema de un centenar de conventos en Madrid y en varias ciudades de Andalucía y Levante. Para más inri, se había puesto de manifiesto una fuerte divergencia entre la Iglesia y el Gobierno provisional, a consecuencia de las situaciones que había originado, en su mayor parte, el Cardenal Segura, Primado de España. A tenor del clima anticlerical, la derecha fragmentada -no había tenido tiempo para organizarse eficazmente-, centró su campaña en la persecución religiosa que se estaba viviendo, apelando al voto católico.

Las tres ramas del carlismo –jaimistas, integristas y mellistas- con el apoyo de fuerzas católicas locales y de provincias adyacentes, convocó para el 14 de junio un acto católico-fuerista, en la plaza de toros de Pamplona en el que participaron 25.000 asistentes -ese mismo día, en Estella, se celebró un acto a favor del Estatuto vasco-. Tras el mitin hubo altercados en la plaza de la Constitución –la actual plaza del Castillo en unos días pasaría a denominarse de la República-. Los trenes y autobuses de vuelta de los asistentes al acto católico-fuerista, fueron apedreados al pasar por varias localidades, por provocaciones realizadas en el viaje de ida.

 El resultado del escrutinio electoral en Navarra, fue favorable a la Coalición católico-fuerista que obtuvo los cinco diputados de la mayoría, mientras que la Conjunción republicano-socialista logró los dos diputados de la minoría. A nivel nacional, el triunfo de la Conjunción fue aplastante. La Cámara era netamente de izquierda, que no tuvo rubor en pasar el rodillo parlamentario en la redacción y aprobación del proyecto constitucional; a diferencia de la Constitución de 1978, que fue fruto de un consenso entre todos los partidos.

La cuestión religiosa divide España

El artículo 3, es una declaración dogmática, que le confiere a la Constitución republicana un carácter laicista y aconfesional: «El Estado español no tiene religión oficial». Sin embargo, a los ojos de los republicanos de izquierda no era suficiente. El 8 de octubre de 1931 se inició la discusión de los artículos relativos a la cuestión religiosa: el 26, sobre Asociaciones e Instituciones religiosas, profundamente anticlerical; y el 27 sobre la regulación de cementerios y procesiones. 

En la sesión de Cortes del día 10 de octubre interviene, el presidente del Gobierno, Alcalá Zamora: «Vengo aquí a defender la conveniencia y la paz de todos los españoles, a cumplir el deber de todos los republicanos y amparar el derecho de todos los católicos…no puedo ser intérprete de los que se sientan detrás de mí (se refiere a la minoría vasco-navarra), porque para ellos éste es un problema religioso y para mí es un problema político… ¿Qué son los católicos en España? ¿Mayoría o minoría? ¿Son mayoría? Pues no hay potestad en nombre de un criterio democrático para legislar en contra de sus sentimientos. ¿Son minoría?... si son minoría tienen razón para la protección y tiene que ser más eficaz el derecho».

La histórica frase «España ha dejado de ser católica», utilizada hasta la saciedad en distintos ámbitos, fue sacada del discurso de Azaña del 13 de octubre de 1931 en Cortes, en defensa del artículo 26 de la Constitución, convendría saber el contexto en el que se dijo: «…me refiero a esto que llaman problema religioso. La premisa de este problema, hoy político, la formulo yo de esta manera: España ha dejado de ser católica; el problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica el pueblo español.

Yo no puedo admitir, señores diputados, que esto se llame problema religioso. El auténtico problema religioso no puede exceder de los límites de la conciencia personal, porque es la conciencia personal donde se formula y se responde la pregunta del misterio de nuestro destino… Para afirmar que España ha dejado de ser católica tenemos las mismas razones, quiero decir de la misma índole, que para afirmar que España era católica en los siglos XVI y XVII».

La tensión se incrementa con la intervención de un joven Gil Robles, que se revela como la nueva voz de las derechas: «Hoy, frente a la Constitución se coloca la España católica; hoy al margen de nuestras actividades se coloca un núcleo de diputados que quiso venir en plan de paz; vosotros declaráis la guerra; vosotros seréis los responsables de la guerra espiritual que se va a desencadenar en España. Nosotros abdicamos toda responsabilidad en manos de una Cámara que ha votado una Constitución de persecución». Sabiendo lo que pasó cinco años más tarde, aquel pronóstico produce escalofríos.

Al final de aquella maratoniana sesión de Cortes -duró desde las cuatro y media de la tarde del día 13 de octubre hasta las ocho menos veinte de la mañana del día 14-, se votó el controvertido artículo 26; de un total de 476 diputados, sólo votaron 237 -178 a favor y 59 en contra-, es decir hubo la mitad de abstenciones.

La aprobación, provocó una bronca entre los diputados radicales vitoreando a la República y la minoría vasco-navarra al catolicismo. Alcalá Zamora, abatido por la derrota, presentó su dimisión unas horas más tarde, al que se une Miguel Maura, ministro de la Gobernación. Los dos dimisionarios, católicos practicantes, provocaron la primera crisis de Gobierno, que se resolvería con el nombramiento de Azaña como presidente del Consejo de ministros. A partir de aquel día se agudizó más, si cabe, el problema religioso, convirtiéndose en bandera de combate entre las dos Españas.

Ese mismo día, 42 diputados, entre ellos los vasco-navarros, los agrarios y algunos de la Lliga, abandonan el Congreso para exteriorizar su protesta contra la Constitución; ya no intervendrían en las siguientes artículos, los debates fueron más agiles hasta la aprobación del texto completo de la Carta Magna el 9 de diciembre de 1931.

La Semana Santa y la República

El artículo 27 de la Constitución contenía el siguiente texto: «Todas las confesiones podrán ejercer sus cultos privadamente. Las manifestaciones públicas del culto habrán de ser, en cada caso, autorizadas por el Gobierno». Por tanto, las procesiones de Semana Santa por las calles, no estaban prohibidas, pero estaban supeditadas a la autorización gubernamental. En unos casos, no fueron permitidas aludiendo posibles alteraciones de orden; en otros, las cofradías, bien por no poner en peligro los pasos, bien para protestar contra las leyes anticatólicas, no cursaban la solicitud, celebrándose las procesiones dentro de los templos. 

En Semana Santa los retablos y las estatuas de santos de las iglesias se cubrían con paños para significar el luto por la muerte de Jesucristo. Por el contrario, la República no reconocía la Semana Santa como fiesta, todos los días eran hábiles; consecuentemente, los centros oficiales, abrían en horario normal. Los despachos y el comercio, enfrentándose al Gobierno, en la mayoría de los casos cerraban desde el mediodía del Jueves Santo para acudir a oficios y procesiones.

Algunos municipios republicanos amenazaron con sanciones a los comerciantes que incumpliesen la apertura oficial. El mismo problema sufrían los espectáculos y cines, cuyos empresarios entre enfrentarse a la clientela católica, o al Gobierno, optaban por cerrar, porque a la postre, el taquillaje era muy exiguo. En 1933, el Ministerio de la Gobernación anuló el artículo del Reglamento de Espectáculos que exigía la revisión de la apertura de las salas en Semana Santa; aquel año y los sucesivos, los cines en Navarra cerraron en Viernes Santo.

Otro problema consistía en el reconocimiento de las vacaciones de Semana Santa escolares que el Gobierno resolvió, con el eufemismo “vacaciones de primavera”. Tradicionalmente antes de la República, la prensa no se publicaba en Viernes Santo, “Diario de Navarra” para no contravenir a la autoridad republicana, sacaba un monográfico sin publicidad, dedicado a un tema religioso; a partir del año 1934 ya no publicó en Viernes Santo. 

Los sucesos de Sevilla del Jueves Santo de 1932

Un mes antes de la primera Semana Santa de la II República, se reunió el cabildo de las cofradías sevillanas, acordando suspender las procesiones -aún teniendo el permiso de la autoridad-, como protesta a las leyes anticlericales y por desacuerdos con el sindicato del transporte que controlaba a los costaleros. A pesar de las amenazas y los anónimos, el Jueves Santo 24 de marzo de 1932, sólo la cofradía de la Estrella, de las más humildes de Sevilla, se aventuró a salir a la calle y transgredir el acuerdo cofrade, con dos pasos: el Cristo de las Aguas y Nuestra Señora de la Estrella.

La expectación de los asistentes era inusitada, que se reflejó en aplausos, vivas a la Virgen de la Estrella y saetas. Todo parecía normal, pero se aproximaron al séquito unos provocadores dando vivas al “comunismo libertario”, la respuesta de los fieles fue vitorear a María Santísima, pero no tuvo más trascendencia. Un poco más tarde, un desalmado lanzó un objeto contundente contra la imagen del Cristo, parece ser que era una bomba muy rudimentaria que no llegó a estallar, el gentío quiso linchar al agresor que fue arrestado.

Lo peor ocurrió cuando los pasos estaban en la puerta de entrada de la catedral, pistoleros dispararon agujereando el palio de la Virgen. El pánico se adueñó de los presentes, pero no evitó que la gente comenzase a perseguir a uno de los agresores, que es alcanzado por un paisano que le arrea un bastonazo en la cabeza. El fugitivo vuelve a disparar contra la Guardia Civil, pero definitivamente es detenido y conducido a comisaría. Era un anarquista de 21 años, con carnet de la CNT y que llevaba enrollado al cuerpo una bandera del sindicato. A partir de aquel día, el pueblo sevillano denominó a la cofradía trianera de la Estrella, como la “valiente”, mientras que en los ambientes cofrades, a modo despectivo, la llamaron la “republicana”. Más tarde se desvelaría –no se llegó a publicar en prensa-, que un grupo extremista estaba preparando un atentado contra la hermandad, afortunadamente se evitó con la detención de todos los pistoleros.

El Jueves Santo.

El Jueves Santo –celebración de la institución de la eucaristía- los sagrarios se dejaban vacios con la puerta abierta, cuyo contenido era trasladado a un altar auxiliar denominado “monumento”. Las campanas no podían sonar en señal de duelo y los mozalbetes recorrían las calles haciendo sonar carracas para anunciar los oficios. La tradición era que los fieles visitasen por la tarde los “monumentos” de las iglesias. Soldados y municipales, en traje de gala, recorrían los templos honrando estos sagrarios efímeros. Con la II República, las visitas oficiales desaparecieron, pero los ritos litúrgicos dentro de los muros de las iglesias a penas cambiaron, la concurrencia aumentó considerablemente en toda España en protesta de la actitud gubernamental hacía los católicos.

Las Cinco Llagas

De las todas la liturgias de Semana Santa, si hay una genuinamente pamplonesa, es el voto de la Cinco Llagas. La simbología de las Llagas -con y sin corona de espinas- está maridada con los signos representativos de la ciudad: el envés de la medalla de los concejales, el reverso de la bandera, estandartes y las mazas del Consistorio. Por eso, cada Jueves Santo, desde hace más de cuatro siglos, en conmemoración del final de la peste de 1599 que se llevó 279 muertos, la Corporación, en traje de etiqueta, hace un “paseíllo” desde la Casa Consistorial hasta la iglesia de San Agustín, para renovar el voto de las Cinco Llagas. 

Hoy día, en un mundo con la disponibilidad de un arsenal de antibióticos para combatir la bacteria de la peste, puede parecer anacrónico apelar al voto de las Cinco Llagas. Al margen, de las consabidas resistencias que inutilizan a los antibióticos, es preciso saber que los científicos que han estudiado los restos de los cementerios, ponen en duda el origen bacteriano de algunas de las grandes pestes, como la europea del siglo XIV, sugiriendo un origen vírico, en cuyo caso, los antibióticos resultarían ineficaces.

Poco importa cómo se originó aquella epidemia pamplonesa de final del siglo XVI, las Cinco Llagas es un signo de identidad de la ciudad, que debiera ser vista desde la óptica de la supervivencia y de la esperanza de Pamplona contra un agente patógeno, tal y como sufrieron otras ciudades –Londres, Viena o Marsella-, situación que Albert Camus escenifica en Oran con su novela “La Peste”. Porque siguen existiendo y existirán pestes que no se curan mediante la farmacopea, como la epidemia política morada que se ha incubado en los platós de televisión; contra la cual, el único recurso que disponemos es renovar el voto de las Cinco Llagas.

El alcalde Nicasio Garbayo, en sus años de mandato de 1931 a 1934, no renovó el voto de las cinco Llagas, no por ser médico y pusiese el duda la eficacia del voto –Fleming ya había descubierto la penicilina en 1928, aunque tardaría años en comercializarse y en desarrollarse otros antibióticos-; sino porque era republicano. También se rompió la tradición de que el Ayuntamiento costease la función de San Agustín. Aquellos años, sólo acudieron a la renovación del voto, los ediles de la derecha arropados por exalcaldes y exconcejales. Cuando Garbayo dimite del cargo en agosto de 1934, es sustituido por el tradicionalista Tomás de la Mata, que acude al año siguiente a la función de forma semioficial, dado que el Ayuntamiento no acudió corporativamente.

Viernes Santo y la procesión del Santo Entierro 

Por la mañana del Viernes Santo, en Pamplona, lo tradicional era acudir al sermón de las siete palabras de la catedral, que duraba desde el mediodía hasta las tres de la tarde, hora de la muerte de Jesucristo; las mujeres acudían ataviadas de manolas -riguroso luto y mantilla con peineta-. La II República a penas cambió esta tradición. Lo que desapareció de las procesiones fue el pelotón de soldados en uniforme de gala, con los fusiles a la funerala –culata al cielo y cañón al suelo-.

El Viernes Santo de 1932, la procesión del Santo Entierro de la Hermandad de la Pasión no salió, según las crónicas, a consecuencia de un chaparrón, aunque no sabemos si de alguna forma afectó los sucesos de Sevilla del día anterior. La casualidad de las casualidades hizo que en 1933, coincidiese el Viernes Santo con el aniversario de la República, el 14 de abril; la procesión del Santo Entierro tampoco salió a la calle, se celebró dentro de las naves y del atrio de la catedral. 

Al año siguiente, la procesión también tuvo carácter privado recorriendo las naves de la catedral. Sin embargo, en 1935 todo se puso a favor de las procesiones, con un Gobierno de centro derecha y un tiempo primaveral, la euforia católica se desató; la Semana Santa recobró el esplendor perdido en los tres años anteriores. Todas las hermandades españolas salieron a la calle, por supuesto la Procesión del Santo Entierro de Pamplona; los balcones del recorrido estaban atiborrados de gente, excepto la sede de Izquierda Republicana que permaneció cerrada. Participó la banda de música cornetas y tambores del Regimiento 14. El último año republicano de 1936, con el Gobierno del Frente Popular, la Hermandad de la Pasión no procesionó por la calle, lo hizo, extremando la seguridad, dentro de la catedral.

Con respecto a la pregunta planteada inicialmente, el resultado es verdadero, pues sólo un año, en 1935, la procesión del Santo Entierro recorrió las calles de Pamplona. 

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