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Blog / El espejo de la historia

Los perdedores del Proceso de Burgos

Por Javier Aliaga

El autor describe las claves del Proceso de Burgos de hace medio siglo para identificar los verdaderos perdedores de aquel juicio. 

Los seis condenados a muerte: Eduardo Uriarte, José María Dorronsoro, Mario Onaindía, Jokin Gorostidi, Francisco Javier Izko y Javier Larena.
Los seis condenados a muerte: Eduardo Uriarte, José María Dorronsoro, Mario Onaindía, Jokin Gorostidi, Francisco Javier Izko y Javier Larena.

El Proceso de Burgos que tuvo lugar hace 50 años fue, según John Sullivan, “el hecho más trascendental de la historia de ETA”, un hito que repercutió en la del País Vasco y Navarra. El Gobierno Militar de Burgos, sede de la VI Región Militar, acogió bajo jurisdicción militar el juicio sumarísimo 31/69 a 16 militantes de la banda. El franquismo urdió aquel macrojuicio ejemplarizante con petición de 700 años para el conjunto de acusados y pena de muerte para seis de ellos. El objetivo era acabar con una incipiente banda que, hasta el momento, había perpetrado un centenar de atentados y tres asesinatos.

El sumario tuvo gran impacto mediático y social con innumerables manifestaciones y huelgas. Para las democracias era incomprensible que un tribunal militar juzgase a civiles. Por ello, acudieron observadores internacionales como los abogados franceses Peter Weil y Gisèle Halimi delegada de la Federación Internacional de Derechos Humanos. Dos días antes del inicio, el juicio se internacionalizó, aún más si cabe, al secuestrar ETA al cónsul alemán en San Sebastián, Eugene Beihl, para exigir la liberación de los procesados.

Con el proceso en marcha se despertó una inusitada movilización social contra la dictadura, que ésta reprimió con gran violencia, a tal punto que un manifestante murió en Eibar por un disparo de la Guardia Civil. Se declaró el estado de excepción en Guipúzcoa, para ser ampliado días más tarde a todo el país. Además 300 artistas e intelectuales se encerraron durante tres días en la abadía de Montserrat, desde donde lanzaron un manifiesto.

A lo largo del proceso las intransigencias e interrupciones del tribunal fueron continuas, desencadenando las protestas de los letrados. El juicio no estuvo exento de intervenciones sorprendentes, como la protagonizada por uno de los dos sacerdotes imputados que reconoció, como otros militantes, llevar pistolapara defenderme de la policía”, una reminiscencia a los curas trabucaires de otras épocas. Varios acusados mencionaron a la “clase trabajadora vasca” o “la lucha revolucionaria” para reconocer ser “marxistas-leninistas”.

Otros al autocalificarse prisioneros de guerra se negaron a responder al fiscal conforme al Convenio de Ginebra. El momento más tenso fue al final de la comparecencia de Mario Onaindia, al aproximarse al estrado gritó ¡Gora Euskadi askatuta! y comenzó a cantar el “Eusko Gudariak”; una parte de los jueces militares intimidados desenvainaron sus sables reglamentarios. La vista continuó a puerta cerrada.

Evocando a la cultura norteamericana -obsesionada por la figura del perdedor (the loser)-, me pregunto: ¿Quién perdió con aquel juicio? Indudablemente, el gran perdedor fue la dictadura franquista que salió del proceso más debilitada. Gracias a la estrategia acordada entre procesados y abogados, el régimen se convirtió en el acusado decimo séptimo. A pesar de las restricciones impuestas por el presidente del tribunal, los procesados pudieron dar a conocer que habían sido sometidos a torturas y vejaciones desde el momento de su detención.  

En definitiva, todo evolucionó en sentido contrario al plan del franquismo: el tiro le salió por la culata. Lejos de acabar con ETA, los acusados se granjearon la simpatía internacional, pues fueron  equiparados con la corriente revolucionaria, en boga en los años sesenta, cuyo adalid era el Che Guevara.

Cuando se confirmó las sentencias de muerte, el conflicto se instauró en el seno del franquismo. Por una parte, los más reaccionarios exigían el cumplimiento de la ejecución; mientras que los tecnócratas del Opus Dei, apoyados por Carrero Blanco, veían contraproducente iniciar un martirologio y el consecuente deterioro de la imagen internacional. Las manifestaciones internacionales se incrementaron y las sedes diplomáticas imploraban clemencia. Finalmente, el dictador anunció el indulto de todas las penas de muerte en su discurso de fin de año de 1970.

Al margen de todo lo sucedido, el Proceso de Burgos demostró que ETA había sufrido luchas ideológicas internas, y que estaba escindida en 4 facciones. Las dos que se enfrentaron significadamente fueron: los “obreristas” o Asamblea VI corriente con la que se identificaban abiertamente los procesados; y los “militaristas” o Asamblea V, independentistas que acusaban a los otros de “españolistas” y que secuestraron al cónsul alemán. La discrepancias eran claras, 14 de los acusados firmaron su desaprobación con dicho secuestro.

La consecuencia más significativa de Burgos fue el nacimiento del mito de ETA antifranquista, que sirvió como caldo de cultivo para las nuevas generaciones de la izquierda abertzale; pero la ETA que se sentó en el banquillo y que generó simpatías y adhesiones, no fue la que evolucionaría a una violencia sanguinaria. Sin embargo, capitalizaría injustamente los réditos.

Con el tiempo se daría la paradoja de que algunos de los condenados a muerte, como Onaindía que en el juicio categorizó “soy miembro de ETA y lo seré siempre”, acabarían llevando escolta. Afortunadamente salvaron la vida, pero fueron los perdedores ideológicos.

En ningún caso el proceso de Burgos legitimó, como dice Gaizka Fernández, “los 850 asesinatos que ETA cometería después”. El problema es que muchos se lo creyeron para continuar la deriva asesina de la banda que evolucionó hacía los años de plomo. En eso todos perdimos.

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