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Blog / El espejo de la historia

Las Cinco Llagas contra el coronavirus

Por Javier Aliaga

Inmersos como estamos en la pandemia del coronavirus, el autor recuerda que el Voto a las Cinco Llagas es el fervor más genuino de Pamplona contra la peste.  

Desfile de la Corporación municipal para participar en la la Función de las Cinco Llagas que se celebra desde el siglo XVII (37). IÑIGO ALZUGARAY
Desfile de la Corporación municipal para participar en la la Función de las Cinco Llagas que se celebra desde el siglo XVII. IÑIGO ALZUGARAY

Hace unos días, Javier Leoz, párroco de San Lorenzo y custodio de San Fermín, protagonizó un video –que se ha viralizado- animando a quedarse en casa y apelando a la protección de este santo.

Ciertamente, los pamploneses que llevamos en el corazón al copatrón de Navarra para lo bueno, también debemos acudir a él en estos tiempos de adversidad. No obstante, la entrañable iniciativa de Leoz no debiera desatender el tradicional fervor de Pamplona contra las epidemias que es el Voto de las Cinco Llagas, de cuyo origen quisiera hacer un repaso.

En la historia de Navarra encontramos dos grandes pestes originadas por el bacilo Yersinia Pestis. La primera -conocida como la peste negra o peste bubónica-, sobrevino a mediados del siglo XIV, fue especialmente mortífera en Europa, cuya población mermó de un 30 a un 60 por ciento. Así en 1347, en la Navarra de la reina Juana II, hicieron su aparición simultáneamente dos jinetes del Apocalipsis: el hambre y la peste. A la descomunal hambruna originada por la escasez de cosechas se sumó la pandemia. Las consecuencias fueron devastadoras, familias enteras llegaron a perecer. Según Peio J. Monteano “durante los años 1347, 1348 y 1349 habrían desaparecido poco más de la mitad de los navarros”.

La que nos interesa es la otra peste, la de final del siglo XVI, que impactó en Pamplona. De ella conocemos muchos detalles, por estar perfectamente documentada en el Libro de la Peste, escrito por el secretario del Ayuntamiento del momento, Martín Senosiain, que se conserva en el Archivo Municipal. Este documento ha sido base de diferentes escritos sobre la pestilencia en autores como: Arazuri, Baleztena, Orta, Ramos y Viñes. El origen más próximo de aquella peste fue Santander en diciembre de 1596.

Mientras la epidemia se propagaba por occidente, Pamplona puso guardas perpetuos en tres de sus puertas (las otras tres se cerraron) impidiendo el paso a sospechosos y mercancías sin testimonio de salud; frecuentemente se enviaban emisarios de confianza a distintos poblaciones para conocer el curso de la peste. Cuando se comprobó que ésta había desaparecido, quitaron la vigilancia. Sin embargo, pocos meses después, volvió a surgir un nuevo foco en Estella de donde pasó a Puente la Reina.

Nuevamente Pamplona se aisló, pero unas vecinas de la Magdalena, esquivando el cerco, fueron a vender productos de la huerta a Puente. En un trueque se trajeron unas telas con las pulgas portadoras del bacilo. Días más tarde, el 70% de los habitantes de la Magdalena murió. A diferencia de la peste del siglo XIV, ya se sabía que las personas eran transmisoras, por lo que se pusieron en práctica medidas profilácticas para evitar el contagio y la propagación; sin ellas, el desastre hubiese sido mayor. A pesar de todas las precauciones, en octubre de 1599 la epidemia penetró en el recinto amurallado.

Las clases pudientes atemorizadas, incluyendo el virrey y parte del Real Consejo, huyeron de la ciudad. Cuando se diagnosticaba un apestado, éste y sus allegados eran trasladados a unas casas del barrio de la Magdalena; los que habían convivido con el enfermo se llevaban a unas casas próximas al puente de la Rochapea, donde se había instalado una gran enfermería.

Durante la epidemia, el obispo de Pamplona promovió cultos y procesiones buscando la intercesión de San Sebastián, San Roque y San Fermín. El regidor, Miguel de Donamaría, prometió en San Lorenzo, que Pamplona, “de ahora y para siempre jamás”, no comería carne en las vísperas de San Sebastián y San Fermín y que se edificaría una ermita a San Roque. Sin embargo, la enfermedad seguía su curso.

El prelado, en un último intento, cuando se enteró que el Todopoderoso había revelado a un fraile del convento de los franciscanos de Calahorra lo que Pamplona debía hacer; siguiendo sus instrucciones, mandó imprimir insignias con la corona espinas y las Cinco Llagas, que se repartieron por todas las parroquias. Durante 15 días se repitieron las funciones hasta que al final se cumplió la profecía del fraile: la peste desapareció (según Ramos no fue total).

Gracias a las medidas que se tomaron el balance de la epidemia no fue tan adverso. Contrajeron la enfermedad 344 de unos 10.000 pamploneses (3,44% habría que descontar los que huyeron), en total fallecieron 276, con una tasa de mortalidad del 80%.

En conmemoración del final de aquella peste cada Jueves Santo, desde 1600, la Corporación en traje de etiqueta, hace un ‘paseíllo’ desde la Casa Consistorial hasta la iglesia de San Agustín, para renovar el Voto de las Cinco Llagas. Esta liturgia de Semana Santa es la más genuina de Pamplona contra las epidemias, hasta el punto que la simbología de las Llagas -con y sin corona de espinas- está vinculada con los signos representativos de la ciudad: el envés de la medalla de los concejales, el reverso de la bandera, estandartes y las mazas del Consistorio.

Aquella peste es muy aleccionadora para aminorar el efecto de la pandemia que estamos viviendo. Al no haber una vacuna, no queda otra que retrotraernos al siglo XVI, tomando las mismas medidas: aislamiento para impedir la propagación del patógeno. Disposición que todos debemos respetar, evitando lo que hicieron aquellas mujeres de la Magdalena; su irresponsabilidad provocó la muerte de muchos de sus conciudadanos. Frente a nuestros antepasados, lo tenemos más sencillo, conocemos cómo se propaga el virus; además éste no se transmite ni por ratas, ni por pulgas.

Hace un mes, el Voto a las Cinco Llagas podría parecer anacrónico, hoy con la pandemia en expansión cobra especial actualidad. En cualquier caso, no deberíamos verlo únicamente como un signo religioso al que los católicos practicantes pueden encomendarse, sino como un símbolo de la identidad de la ciudad de Pamplona en su lucha por la supervivencia contra un agente patógeno, sea el bacilo de la peste, sea el Covid-19.

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