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Blog / Capital de tercer orden

El telón de butifarra

Por Eduardo Laporte

El nacionalismo no sé, pero el totalitarismo sí se cura viajando: alguien debería recordárselo a Puigdemont antes de que llegue al punto de no retorno.

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Oriol Junqueras y Carles Puigdemont en el Parlamento de Cataluña.

«Esta es nuestra estelada», decía Borrell en el discurso del domingo señalando a la bandera de Europa. Pues no sé, sólo te puedo decir que Europa es una mina inagotable de alegrías para la retina, para el alma. Aunque uno haya descubierto y por tanto matado la fascinación por el descubrimiento, quedan aún muchos sitios vírgenes.

A la lista de lugares ya visitados, Praga, Roma, Nápoles, Ámsterdam, Florencia, Londres, París, Bruselas, Lisboa, Oporto, Split, Zadar, Brujas y ahora Budapest le aguardan tantos lugares fascinantes aún desconocidos: Sicilia, Cracovia, Oslo, Copenhague, Dublín, San Petersburgo, Bucarest, Sofía, Belgrado, Atenas, Estocolmo, Mykonos.

Lugares de los de chincheta fácil, porque luego están esos encantos más discretos, quizá por eso aún más hipnóticos. Tengo especiales ganas a La Valeta, Malta. O Cagliari en Cerdeña. ¿Turismo? Puede ser. O no. Porque no todos los viajes te cambian, pero todos te modifican, te refuerzan la gracia, por usar un término cristiano. Llenarse de gracia, la idea. De eso va ‘Entusiasmo’, de Pablo d’Ors, que leo estos días. En-theo-siasmo.

Lo contrario a la gracia es el horror. El terror. Quizá el siglo XX y su catálogo de horrores fue esa ausencia de gracia, esa quitar a Dios de todas partes, incluso de la arquitectura. Suprimir la idea de Dios de todos los proyectos de ingeniería social, bosquejados en siniestras pizarras a través de un elemento tan potente como peligroso: la razón. Porque la razón desprovista de alma, de piedad, esa hiperlógica rebañada si eso en ponzoñas interiores genera auschwitzs, gulags y zulos.

Quizá de ahí venga el horror, a través del cultivo prolongado, sostenido, contumaz, del terror. Esa revelación te llega pronto en la Casa, precisamente, del Terror, en la avenida Andrássy, 60, de Budapest, construido sobre las mazmorras donde se practicaban torturas a todo aquel que fuera considerado un enemigo del régimen soviético. Lo normal era salir sin vida de esas dependencias de la ignominia.

Nosotros, en cambio, nos fuimos a los baños Szechenyi con una mezcla de sensación de obscenidad, todo ese mundo dionisíaco, despreocupado, joie de vivre, con el totalitarismo de izquierdas aún caliente como el agua en la que nos mecemos. Un viejo con cara de Pinochet magiar se relaja junto a nosotros en los chorros de agua caliente. En su expresión intuí el rechazo a asumir los horrores cometidos, la burla a su propio destino, como no si no fuera con él; pero algo me dijo que ese pacífico ancianito había sujetado las tenazas ardiendo con las que aplastaron los testículos del disidente. O que él mismo condujo al cadalso, en los bajos de Andrassy, 60, a sus vecinos. ¿Qué cenaré esta noche? Se hace tarde.

ÁVIDAS PRETENSIONES

Paseando por los alrededores del impresionante y flamígero Parlamento de Budapest, uno da con varios conjuntos escultóricos. Como el dedicado a la figura de Kossuth Lajos, patriota húngaro que luchó en vano por la independencia (austríaca) de su país y murió en el exilio. Es peliagudo pensar que los Puigdemont, Junqueras y demás hombres y mujeres del procés aspiren a tales entronamientos afectuosos de la Historia.

Viendo esas esculturas, me planteé qué pasaría si realmente se consigue la independencia y dentro de unas décadas años se erigen monumentos a quienes se enfrentaron a todos los obstáculos posibles para lograr lo que, según la historiografía oficial, sería la conquista del sueño catalán por la libertad. Ese hecho consumado que legitima todo.

Supongo que esa megalomanía alienta a estos políticos a la hora de seguir por el precipicio en el que se han metido: la creencia de que están guiando al pueblo hacia la libertad en plan cuadro de Delacroix. Más bien podría decirse que están levantando un telón, no de acero sino de butifarra, que es doble además: con el resto de España y con la propia Cataluña, dividida ya sin remedio me temo y lo que queda.

Muchos de los presos en campos de concentración nazis que volvieron a Budapest acabada la guerra fueron internados en otros campos, esta vez los del otro totalitarismo, el comunista. En 1945, el Partido de los Pequeños Propietarios de Hungría logró el 57% de los votos y el partido comunista sólo un 17%. Pronto se las apañaron para revertir la situación y dejarse de postureos democráticos; hasta que llegó el llamado comunismo gulash, pasaron años en los que se confinaron a unos 700.000 húngaros en distintos campos de concentración de inspiración estalinista. Miles de ellos murieron por las condiciones extremas de trabajo.

No veo a Puigdemont y Cía enviando a campos de internamiento a los disidentes con el discurso dominante en una hipotética Cataluña independiente, pero sí veo el tic totalitario en sus gestos, en sus planes, en su búsqueda de lo irreversible, de una entropía del conflicto que impida no ya recuperar ese seny perdido sino la posibilidad de la paz. Tan fea se ha puesto la cosa que en octubre de 2017 relaciono los desmanes del comunismo húngaro de mitad de siglo XX con la otrora amable y despreocupada Cataluña.

Miles de «auténticos héroes», escucho en la audioguía, murieron en la resistencia antisoviética. Aquello sí era un estado opresor, un telón de acero, unos años de plomo. Aquí tenemos un telón de butifarra, un conflicto gratuito del que no saldrá nada bueno. Pase lo que pase este martes, parece que la mala suerte está echada.  

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El telón de butifarra