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Blog / Capital de tercer orden

Un súbito navarrismo

Por Eduardo Laporte

Hay regresos que, aunque breves, dejan el agridulce sabor del apego, un sentimiento peligroso de pertenencia en cuanto que mira al mañana más que al ayer.

Un antiguo frontón y dos caballos que pastan, dos paisajes de Navarra.
Un antiguo frontón y dos caballos que pastan, dos paisajes de Navarra.

No quería ir, quería trabajar, ¡dejadme trabajar!, pereza de hacer maletas, coger trenes, taxis, cargador de móvil, lentillas y calzoncillos —qué palabra tan poco galán— limpios. Pero a última hora descubrí que quería menos perderme el plan, así que fui. Serían apenas unas horas, pero fui. Una noche, primos, amigos, hermanos, novias, todo como de videoclip de Wham!, en el corazón del valle de Arce, cuyo pueblo exacto omitiré porque quiero inventar el articulismo-ficción, aquel en el que se miente un poco para decir más la verdad.

El viaje empezó en la estación de Pamplona, que parece haberse quedado atascada en esa peli de Montxo Armendáriz que es un poco nuestra vida, con mi tío esperándome. Hacía unos veinte años y un día que nadie venía a recogerme a una estación: gracias. Nos fuimos directos a por priva, nada de clarete peleón, sino champagne del bueno, Taittinger, que sean dos, había cosas que celebrar, en «la cope». Al principio pensé que se refería a la fábrica de Copeleche, una de esos pilares industriales de nuestra infancia en que jugábamos a dictadores coreanos que visitan plantas de producción: Panasa, Señorío de Sarría, aquella cosa arrealista de ExpoNavar…

Pero resulta que «la cope» no es otra cosa que la Cooperativa de hostelería de Navarra, sita en el polígono Iturrondo, abierta al público en general y, como me explicó la cajera Oihane, con todo lo necesario para un bar. Bebida a raudales, pero también menaje, cafeteras, azucarillos y secamanos. Me cuenta mi tío que mi abuelo León —y esto no es articulismo-ficción, porque quizá este artículo tampoco lo sea—, el del Ulzama, fue uno de los socios fundadores. No sé si por méritos propios o por las inercias de cuando se eran cuatro gatos: el del Marrano, el del Roch, el del Niza y el del Iruña. Sí, había poca igualdad en la hostelería navarra del franquismo. «La cope». No la conocía. Como tantas cosas.

Variante aquí, variante allá —creo que es palabra patrimonio de los navarros nacidos entre 1950 y 1970—, nos adentramos en la cuenca de Lumbier, en esa zona entre media y nororiental, previa a los terrenos montañosos más escarpados, de tanto encanto. Entre sus virtudes, la dificultad para constreñirlo en una definición. Eso, un mucho, es Navarra, y por eso, un poco, este fin de semana he sentido una revelación foral que he bautizado para mí como el súbito navarrismo.

Hay un silencio profundo en los alrededores de Itoiz. Ese Nagore con el cartel tiznado como si estuviéramos en una cuenca minera. «También debe de ser duro vivir aquí», señala mi tío, que creció en un pueblo similar sólo que atravesado por dos vías, las del tren, que llevaban con él la mercancía de la modernidad. «El euskera dejó de hablarse. Los de fuera traían las lenguas y los del lugar se adaptaban a los de fuera».

DIVERSIDAD SÍ, PERO

Navarra como un territorio que se explica por fenómenos tan palpables como la llegada del tren. Navarra como maqueta del mundo. El norte, saltus, y el sur, ager, con esa interrelación trashumante que tantas familias formó. El Erasmus de los ganaderos.

Comemos alubias rojas con vino de Otazu, y luego el champagne ya por fin frío, y de fondo la pelota. Nunca he estado en el Labrit donde Luc Ferrari volvió loco al personal de 1972, que estampó los espectadores del Equipo Crónica contra el suelo hasta desmecharlos. Arguiñano, entre el público. No tengo ni idea de pelota, pero siempre he pensado que hay poco mordiente en los tantos. Que es un juego muy del norte, de segurolas. Quizá eso, también, sea un poco Navarra: conservaduratu*. Mi abuela Carmen, tan de Miranda de Arga, no se perdía un partido en las largas tardes de sábano cárdeno de invierno.

*(neologismo)

El domingo, excursión por un escenario también de silencio, porque en el valle de Arce apenas vive nadie, y eso se nota en el campo mórfico. Neblina, caballos pottoka, peñas solemnes y sensación no ya de no ser un turista, sino un viajero hacia el interior, no ya de ti mismo, sino de tu jodido origen. No sé si pesa la resaca, el café, o ese súbito navarrismo, pero algo está pasando ahí. De pronto, un caballo blanco que se diría un unicornio nos ofrece una pureza impresionante, lejos, sólo, quieto. Y en Lusarreta, un hórreo que nos gusta más que todos los hórreos gallegos y asturianos. Es nuestro hórreo. Aflora la cosica tribal, qué pasa. En la aldea, con tantos habitantes como los de La lluvia amarilla de Llamazares, llaman la atención las inscripciones prenacionalistas: Casa Garaico, en lugar de Garaiko-Etxea. A la salida, un frontón abandonado que poco a poco devora la naturaleza.

Volvemos al calor de la casa, con esa chimenea noruega a tope de madera seca. Hablamos de X, aficionado al toreo de salón a pesar de sus ocho apellidos vascos. Navarra también es eso. Llega la hora de echar los postigos y los que vivimos en Madrid nos planteamos si quedarnos para siempre en esa comunidad mental, afectiva, que es la nuestra.

Camino de la estación, en taxi, paso por el edificio de Las Hiedras de Redón y Guibert, luego por Casa Baleztena, donde cuelga una bandera navarra rojo burdeos. ¿Me estaré haciendo nacionalista, como un virus propio de la edad? Si hay algo no nacionalista, me tranquilizo, ese este súbito navarrismo. Porque está por encima de lo vasco, lo español, lo francés, lo catalán y es tan escurridizo pero la vez tan potente, elegante, esencial, como el silencio del valle de Arce. Aquello de la diversidad no me parece ya un eslogan barato sino un valor tan intangible como valioso. Porque es una diversidad con sentido, como las piezas de un puzle que esperan que alguien coloque.

Hice bien en ir, pienso, ya en el asiento del Altaria dirección Puerta de Atocha.

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