• jueves, 28 de marzo de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

Un piso decente

Por Eduardo Laporte

Lo malo no es sólo el encarecimiento de la vivienda, sino las auténticas basuras habitacionales que se ofrecen en ciudades como Madrid.

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"Me siento el primer mohicano, rodeado de ancianos del éxodo rural y manchego de los sesenta, latinos bachateros y alguna que otra familia gitana de las que se benefician de ayudas sociales.".

Vivo al otro lado de la M30 madrileña, Puente de Vallecas, y a menudo me siento en una especie de exilio, con las cosas buenas del retiro, de sentirte a desmano de las propuestas etílico-socio-cansinas, pero con las cosas no tan buenas de no poder ir andando a los sitios que te interesan, donde pasan las cosas que te gustan, donde vive mucha de tu gente.

Me siento el primer mohicano, rodeado de ancianos del éxodo rural y manchego de los sesenta, latinos bachateros y alguna que otra familia gitana de las que se benefician de ayudas sociales. Un vecino les recriminó que ya que iban todos los días a recoger alimentos gratis de Cáritas se dejaran caer algún día por misa.

En Puente de Vallecas/Nueva Numancia no hay hípsters, a excepción de una fábrica de cerveza local y artesanal donde el dueño gasta gorra de tejadillo. Aquí se lleva mucho aún el kebap, las empanadas colombianas, las hallacas venezolanas, la cocina chifa-peruana, el pollo al carbón boliviano y los menús del día de lentejas y atún con tomate de los restaurantes castellanotes que aún perviven como en su día en Lavapiés. Llegan, eso sí, franquicias tipo Vips, Panaria y cafeterías de donuts modernukis. También lavanderías cools y hasta un supermercado de tendencias bioveganoides. Algo vibra.

La avenida de Albufera es una Gran Vía chica que rebosa actividad y pululeo a todas horas. Me gusta gastar suela por entre sus librerías de barrio, pastelerías desangeladas y otras con su esplendor (como Sanli, en el 103). O los bazares chinos de tamaño sideral y el titilar de los neones de las muchas casas de apuestas: si quieres palpar el pulso más hundido de una sociedad, entra en una de ellas aunque sea unos segundos.

A veces, ya digo, me siento como un pulpo en un garaje y otras en mi casa. «Da la sensación de que uno podría ser feliz aquí», me dijo un día un amigo que vive en la cada vez más despersonalizada calle Argumosa.

En este barrio hablo casi cada día con Gerardo, Jesús, Pilar, Libertad, MariCruz, Osvaldo, Paqui, Ali y Carmen, la señora del bajo que tiende su ropa en plena calle (el arquitecto de estas viviendas de aluvión no anduvo muy fino en ese punto). Cuando el exceso de anuncios de prostitución o la conversación de los parroquianos del bar de abajo al que a veces acudo a ver fútbol se vuelve demasiado garrafonosa, me dan ganas de volver al alquiler antidecrecentista del interior de la M30.

Entonces ojeo los anuncios de los portales inmobiliarios y escruto, como el sátiro que analiza las curvas de una mujer, si hay lavavajillas en la cocina, espacio suficiente para manipular los alimentos, si en el baño se puede operar sin tener un máster en contorsionismo, si en el dormitorio hay, además de ventana, un armario en el que meter mis cinco camisas, tres pantalones y cuatro pares de zapatos. Analizo, ya que me piden casi lo que cobra un mileurista por un piso de una habitación, si además hay horno —tengo la manía de cocinar—, una vitrocerámica que tenga al menos tres fuegos y, ya en plan flipao, una pequeña mesa en la que poder desayunar y hasta desplegar el periódico en toda su extensión. Y todo ello, ya digo, dentro de los límites emetreintiles y exigiendo, ya puestos, que la decoración de base no sea un horror toledano, con su mueble mostrenco del salón, puertas marronáceas, paredes con gotelé y un hueso de jamón colgando del pasillo.

OLVÍDATE

En una tertulia de la radio, hablaban de lo difícil que eran encontrar un «piso decente». Porque la gente no quiere coquetas buhardillas con vigas de madera y terrazas orientadas al oeste en las que brindar con lambruscos al atardecer. La gente normal quiere una casa que tenga las cosas necesarias para vivir, sin tener por ello que hipotecar su vida entera para pagar el alquiler.

Me vine a este barrio porque encontré un piso decente, con las cosas que precisa una casa para tener una vida decente. Una vivienda que no te humilla como ser humano, en la que estar libre de coscorrones al transitar por ella y cuyo coste no te convierte en un esclavo del sistema. No se está mal aquí y sin embargo no viene ni Perry.

Supongo hay muchos que aún mantienen la fe en encontrar pisos decentes a precios asequibles sin tener que renunciar al centro, a su centro de gravedad que hasta entonces consideraban permanente. Cuando voy a IKEA, me apena pensar en por qué esos pisitos piloto tan impecables no son replicables en la vida real. Los coches se fabrican con los requisitos indispensables para la conducción y el máximo confort sobre ruedas, mientras que la mayoría de las viviendas que se ofrecen para pasar la vida —que ocupa más horas que ir en coche— vienen con tara de serie y sin descuento.

¿Soluciones? Demolición y empezar de cero. Y, mientras, un Certificado Oficial de Estafa (COE) para las viviendas ofertadas en alquiler que no cumplan ciertos mínimos de calidad.

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