• jueves, 18 de abril de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

Lo sublime y lo horroroso en la montaña

Por Eduardo Laporte

Acaba el invierno y también la posibilidad de disfrutar de los paisajes nevados y su prodigioso poder para confrontarnos con nosotros mismos.

'Dolomiti', de Fernando Maselli, en la exposición 'Infinito artificial' del Museo Universidad de Navarra.
'Dolomiti', de Fernando Maselli, en la exposición 'Infinito artificial' del Museo Universidad de Navarra.

No esquío desde el siglo pasado. Entonces frecuentábamos Pueyo de Jaca, un pueblito encantador a las orillas del embalse de Búbal. Los mayores bebían chopetas donde la Miguela y hablaban de la estación de Panticosa, siempre cerrada, porque en los inviernos de los noventa nevaba poco.

Éramos más de Formigal que de Candanchú o Astún. Un marzo de 1993 cometí la imprudencia de esquiar sin crema y durante dos semanas tuve la cara cubierta de mi propia careta de piel. Recuerdo que había un cierto pijerío ostentoso en mostrar las marcas de las gafas de sol en la cara. Entonces, esquiar aún era de pijos, como viajar en avión. Ahora lo único de pijos es la doma clásica y los toros en barrera.

No sé por qué no he vuelto a esquiar. Quizá porque si no me pagaban mis padres todo ese gasto lúdico, ya no me apetecía tanto. O que me daba pereza toda la impedimenta necesaria para subirse a un alto y lanzarse sobre dos tablillas deslizantes. O que veía un riesgo innecesario en esa actividad que no se compensaba con el esfuerzo de varios tipos que requería. O que un buen amigo se partió, literalmente, el cráneo y por poco no sale. O que el esquí alpino quizá reúna lo peor de Occidente, esa búsqueda de la velocidad como divertimento, de la adrenalina, del subidón (aunque uno esté bajando). De volver a esquiar, me pasaría al esquí nórdico o de fondo.

Entonces es cuando amas y te fundes con la montaña, se da una relación; lo otro me parece aprovecharse de ella, casi un abuso. La dignidad de las montañas. Como la que, leo ahora, parecen querer arrebatar, tras décadas de movidas, a la montaña mágica de Tindaya, en Fuerteventura, con ese proyecto absurdo de Chillida. Estamos locos. Habrá quien diga que César Manrique hizo algo parecido en la vecina Lanzarote, con sus jameos del agua, por ejemplo, y me temo que se equivocará. Porque una cosa es lograr que la naturaleza aflore, privilegiarla y señalar su fuerza como nadie hizo antes y otra revestirla de otra cosa, humanizarla. Vestir de seda a quien no era mona. Walt Whitman: «Avergüencese usted de no parecerse a la naturaleza».

IMPONENTE

Las montañas me imponen. No me gustó la sierra de Tramontana mallorquina en un lugar que yo quería playero, mediterráneo, amable, y no ese injerto alpino en el mare nostrum, como debe de ser también Córcega, me cuenta Remy, mi peluquero de Lavapiés: «Un trozo de los Alpes en el Mediterráneo». Cuenta con muy valoradas rutas de senderismo en un lugar que se quiere a sí mismo, como demuestra el hecho de que no trabajen con compañías aéreas de bajo coste (para desgracia de Remy).

Siempre fui, ya digo, de playa. Hay algo imponente, acogotador, en el silencio de la montaña, por cuanto no ha sido hollado. Como no había sido hollado el lugar donde se estrelló aquel siniestro vuelo truncado, el 9525 de Germanwings. Como tampoco había sido hollado el rincón de los Andes donde pasaron 72 días los supervivientes de aquel Fairchild, de la Fuerza Aérea Uruguaya. Sin embargo, esas montañas acogen la verdad, a la que se accede tras el silencio. Sólo así podía titular Eduardo Strauch, Desde el silencio, su experiencia en lo que se llamó la «tragedia y milagro de los Andes». Pero algo aprendió de ese trance de la que no renegó, tanto como para volver hasta 15 veces al lugar del accidente, a encontrarse consigo mismo y con ese silencio.

HORROR

«El horror lo he transformado en algo positivo», decía Strauch en una entrevista reciente. Hay varios tipos de horror, pero quizá el más horroroso es el que viene desde el mundo contrario, del ocio, la felicidad familiar y el discreto encanto de la burguesía. Lo refleja con nitidez la película ‘Fuerza mayor’: todo es maravilloso hasta que un alud invade súbitamente la cafetería donde una familia almuerza. El marido huye despavorido, dejando en entredicho ese factor del hombre protector de la prole que, por otra parte, da por descontado la mujer que existe. A partir de ahí, la grieta por donde no entra luz sino el principio del fin.

Me acordé de esa película al ver las imágenes, dantescas, horrorosas, del accidente del telesilla en Georgia. Hay algo de ridículo, de siniestro de más, cuando lo pavoroso llega porque te lo has buscado. Un accidente de tráfico, de avión, incluso un muerto en el combate tiene algo de dignidad. Como si la muerte te pillara en lances que, o bien no se pueden evitar, o bien revisten cierta épica. Morir estrujado en un telesilla quizá sea la muerte más lamentable posible.

Muchos menos horrorosas, al contrario, sublimes, me parecieron las imágenes de Fernando Maselli, en la exposición ‘Infinito Artificial’, que se puede visitar hasta el 15 de abril en el Museo Universidad de Navarra. «El asombro es aquel estado del alma en el que todos sus movimientos se suspenden con cierto grado horror», leemos, en una cita del filósofo Burke. La inmensidad, el infinito, el vacío, la soledad o el vacío condensan ese «temor controlado». Quizá por eso me imponga respeto la montaña, como si en esas latitudes el horror del asombro, lo sublime de la lucidez, llegara en avalancha.

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