• jueves, 28 de marzo de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

Subir al K2 en invierno: ¿reto o locura?

Por Eduardo Laporte

La muerte de Sergi Mingote nos descubre que siempre quedan retos por lograr, en el alpinismo y en cualquier ámbito, cuya oportunidad genera debate.

Sergi Mingote, durante su estancia en el K2. Foto: Instagram (sergimingote)
Sergi Mingote, durante su estancia en el K2. Foto: Instagram (sergimingote)

No tenía ni idea de que el K2, la segunda cumbre más alta del planeta, con sus 8611 metros de altura, no había sido hollada hasta ahora en invierno. La triste noticia del accidente mortal de Sergi Mingote nos recordó a unos cuantos esa realidad que bien daría para aquel periódico soñado, el Periódico de Noticias Poéticas. No tanto por la muerte —tema poético donde los haya, pues la poesía no hace prisioneros—, sino por la belleza de imaginar ese monte inexpugnable, negro y frío de necesidad como quinientas ‘filomenas’, en la noche invernal.

Tengo apuntadas algunas noticias, reales, para ese proyecto poético que nunca verá la luz. «China lanza una sonda que explorará la cara oculta de la Luna». O la de la muerte del último habitante de las islas Cíes, que vivía abrazado a una bandera pirata y siempre recibía de nueva gana a quien le visitara en su refugio de O Faro.

Con la muerte de Sergi Mingote nos enteramos de que la expedición en que participaba, la Seven Summits, sí ha logrado alcanzar, en invierno, la cima del K2, hace escasos días. Los más puristas recelan de esa conquista, al haber empleado bombonas de oxígeno para lograr el objetivo, algo que consideran «doping». Esto daría para muchos debates sobre el sexo de los ángeles. ¿En qué momento uno logra algo por sus propios medios naturales y no con una ayuda artificial que sería considerada tramposa? ¿Y los crampones, la ropa diseñada para aguantar temperaturas extremas, los complejos vitamínicos y la hoja de coca, pongamos, para evitar el soroche de las cumbres andinas? Según estos puristas, ahí también hablaríamos de dopaje, casi literalmente. Dicho lo cual, quizá sea un poco menos conquista.

Nunca he entendido bien a estos gladiadores de la plusmarca. Como los que ascienden en sentido contrario, es decir, descienden, pero avanzando también, persiguiendo un objetivo, queriendo ir más allá, aunque sea hacia abajo. Leía precisamente estos días un manuscrito sobre las expediciones actuales hacia el centro de la Tierra, vía cueva de Krúbera-Voronya, en la república autónoma y remota de Abjasia. Sabemos lo alto que ha llegado el hombre (y la mujer, ahí está la gesta de Junko Tabei, la primera en subir al Everest, allá por 1975), pero no tanto cuán profundo ha descendido, en su deseo por recrear los sueños de Jules Verne. Pues te lo digo: el récord actual de descenso espeleológico está en -2197 metros. Poco, ¿verdad? Nadie dijo que el viaje al centro de la Tierra fuera fácil. Que se lo pregunten a Jesús Calleja, que en sus coqueteos con el asunto sufrió uno de los mayores calvarios que recuerda. Quedó atrapado a 1600 metros de profundidad, en una estancia anegada por unas aguas imprevistas, asumiendo que ese podía ser el último escenario de su vida. Entre sus objetivos, comprobar si había vida en tan abisales latitudes. Y la había: escorpiones y mosquitos. La vida siempre se hace un hueco.

Soy un gran ignorante en cuestiones de alpinismo, sea para arriba o para abajo. Descubrí el concepto ochomil hace relativamente poco, con la lectura de aquel Un tranvía en SP, de Unai Elorriaga, donde se proponía también, muy poéticamente, colocar esa estructura ferroviaria en el Sisha Pangma, la decimocuarta montaña más alta de la Tierra.

Quizá mi distancia con estas machadas deportivas obedezca a un recelo: ¿es héroe o villano el que se juega la vida por llegar más lejos que nadie? ¿Es virtud o un afán algo insano esa ambición? El mundo como tablero de juego con su correspondiente palmarés. ¿Quién será ahora el primero en hollar el K2 sin oxígeno? ¿Y el que alcance los -2500 metros en dirección sur del sur?

Quedan retos, en el alpinismo y en cualquier área de la vida. Porque una vez se supere un reto, se podrá añadir otro. Subir al K2 sin oxígeno y a la pata coja.

Quizá el reto sea entonces huir de los retos. Como si hubiera retos necesarios: diseñar una vacuna contra una pandemia en tiempo récord y otros más gratuitos, que sólo afectan a la épica personal, concursen con o sin dopaje. El fracaso de esas misiones de palmarés irrelevante, nos deja, entonces, un sabor amargo de más.  

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