• jueves, 28 de marzo de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

Ser hijo

Por Eduardo Laporte

Hay una condición social de la que se habla poco y que cada vez exige más compromiso, con un horizonte no muy halagüeño a la vista

El cuadro 'El abrazo', de Manuel López-Villaseñor
El cuadro 'El abrazo', de Manuel López-Villaseñor

Tras el Día del Padre y el Día de la Madre, se me hace raro que no exista el Día del Hijo. Sobre todo cuando tenemos el Día de la Bicicleta, el Día de la Gripe, el Día de la Poesía Asonante y el Día de la Sopa de Pescado de Marca Blanca. Parece que ser hijo, a no ser que seas el hijo de una meretriz, como tantos politicastros a este y otro lado del charco, no importa a nadie. Ser hijo.

Yo dejé de serlo a los 21 años. Entonces, como conté en un libro, fui más hijo que nunca, ese estado caduco, relativo, porque nos hacemos según los demás. Soy alto porque tú me crees alto, decía el poeta Ángel González. Soy hijo porque vosotros me distéis la vida y, por esa gratitud eterna, asistí, en lo que pude, en vuestro prematuro ingreso en el reino de la muerte.

Densas tardes de noviembre que tenían ese ceremonial entre bello y siniestro de esa lenta despedida que era a su vez un acercarse como nunca. Despedida de esa única mitad de la institución «Padres S.A.» que aún quedaba en casa, tras el adiós de mi madre meses antes, pero también adiós a mi condición de hijo. Uno puede ser padre varias veces, pero hijo sólo se es una y hasta determinado momento. A mí me costó aprender a ser hijo cuando se me requería y no sé si estuve a la altura. Vivimos aquel trance entre los algodones de la familia y con un apoyo tan constante y cercano que sólo tuvimos que preocuparnos de lo único importante: dar amor por última vez.

He olvidado cómo es ser hijo y no sabría decir si lo echo de menos. Asumí que no había otra alternativa, que lo normal era no tener a nadie por encima, cosa que se acentuó cuando dejé de ser nieto. Se me hace raro cuando escucho a un adulto hablar de sus padres, como si hubiera un algo pueril, paniaguado, en ser hijo a cierta edad.

Pero eso es lo normal. Invertir el proceso de los cuidados y volcarte ahora en esos personajes en declive que te necesitan y necesitarán. Dependerán, incluso, de ti, y no habrá ley de dependencia que cumpla con un deber que, como hijo, a partir de cierto momento te encontrarás. Y si bien nadie duda de tu amor, ni tú tampoco, habrá un momento en que tú mismo dudes de tus propios recursos de hijo que, quizá, sea padre también. Ese extremo de la vida, padre e hijo, habitual en muchas biografías, en el que sólo das.

PADRES ABANDONADOS

En la antigüedad, y esto lo vi en una peli sobre san Vicente de Paúl, el método abortista más extendido era dejar niños a las puertas de iglesias, conventos y hogares de caridad. Otro hijo era una carga literalmente insoportable. En un escenario como el actual, con un paro juvenil de casi el 42%, mileurismo como gran conquista del bienestar y cotizaciones a la jubilación las mínimas por aquello del ir tirando en el día a día, ser hijo puede convertirse en un asunto peliagudo. Y de ser jubilado ya hablaremos cuando toque.

No nos enseñaron a ser hijos y quizá hoy, en un escenario de incertidumbre económica y de valores líquidos, sea más necesario que nunca. Me hablaron de una bióloga que llegó a los cincuenta encadenando trabajos precarios. Su madre enfermó de alzhéimer y la ingresó en una residencia. En cuanto perdió la cabeza, la abandonó y se hizo cargo de ella la Comunidad de Madrid, hasta su muerte.

Pero antes, la bióloga en apuros se largó a Estados Unidos creyendo que quizá dejaría su mala conciencia en España, mientras en el avión que la conducía a su nueva vida se torturaba no sólo por la muerte inminente de una madre irreconocible, sino por haber fracasado como hija. Pienso en personas con síndrome de Down sospechosamente perdidos que aparecen sin vida en bosques de nadie. Una forma de abandono que va más allá de aquel Pipín del anuncio de la tele.

No siempre es así. Pienso en mi amigo S. y en cómo acompañó a su madre en los largos años en estado vegetal, en ese ir muriéndose a cámara lenta durante siete años. Vi su cara por primera y última vez en el tanatorio Sur de Madrid, en una imagen que me provocó un impertinente aforismo: «Hay vida [social] después de la muerte». En la expresión del hijo creí ver, mezclada entre la pena, cierto alivio inconfesable que más tarde me confesaría. Ser madre es duro, ser padre es difícil, pero ser hijo también tiene lo suyo.

El padre de otro amigo, M., saldrá estos días del coma inducido, tras el fatal golpe en la cabeza jugando a la pelota. Nunca un despertar fue más duro. Para el padre, pero también para el hijo, único en este caso, que se enfrentará entonces al diagnóstico para los próximos años. Qué jodido pensar ahora en aquella máxima budista de «lo que pasa es lo mejor que podía haber pasado». Pero es que siempre puede haber algo peor, así que si regresa con vida quizá es que fue lo mejor que podía haber pasado, y pensaremos entonces que ese accidente le evitó caer en otro realmente letal.

Ser hijo, haberlo sido, un buen hijo que no deja de lado a quien le dio la vida, es ya un logro para celebrar. Aunque no haya ningún día en el calendario para ello.

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