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Blog / Capital de tercer orden

Ser golfista es difícil si no sabes cómo

Por Eduardo Laporte

La estupenda victoria de Jon Rahm en el Abierto de Estados Unidos abre el baúl de los recuerdos más golfísticos.

El golfista español Jon Rahm gana el US Open
JEFF HAYNES/USGA
El golfista español Jon Rahm gana el US Open JEFF HAYNES/USGA

Dejar de fumar me resultó más o menos fácil con aquel libro de Allen Carr. Desde entonces, nunca critico con la soberbia de muchos letra-heridos los libros de autoayuda. ¿Y ser una estrella del golf? Como para tantas otras cosas, se nos pasó el arroz. Pero hubo un tiempo en que uno podría haber aspirado a ser un Jack Nicklaus foral.

Hablamos de unos ochenta en que el Club de Golf Ulzama empezaba a coger solera. Algunos éramos tan PTVs que teníamos esa doble nacionalidad: Club de Tenis y Ulzama. Fue antes de que llegaran Gorraiz y Zuasti, cuando se habilitó una bajera tremebunda en donde hoy está el actual Canalla, otrora Marengo. Entre la tienda de alfombras persas y un bingo se ubicaba una suerte de local polvoriento provisto con redes, palos y bolas. Lo llamábamos «la cancha» y aprendíamos a ser golfistas. Un flemático Jesús Mari nos guiaba en las cosas del swing, el approach y los hierros y maderas, mientras a escasos metros un Rogelio (q.e.p.d.) mucho más acelerado practicaba su particular pedagogía golfil. Que si cachomelón, que si alcornoque flexiona las rodillas, en un método poco ortodoxo que dio sus frutos; ahí están los éxitos de Carlota Ciganda, su pupila más aventajada, y un busto que me comentan han erigido en su honor en las instalaciones del que fuera su club.

Ni Jesús Mari ni Rogelio debieron de ver en mí grandes facultades con el drive, pues si había algo que se me daba mal, de niño, era el golf. Una analista deportiva analiza en la radio, tras la histórica victoria de Jon Rahm en el Abierto de Estados Unidos, los secretos del éxito del bilbaíno. «La enorme confianza que tiene en sí mismo y su increíble fuerza mental. Mientras los demás se vienen abajo en los últimos nueve hoyos, él aguanta impasible». Lo comparan por ello con Severiano Ballesteros, cántabro inquebrantable, algo que tiene su mérito siendo tan joven.

Porque el flamante número 1 del mundo, vasco a pesar de ese nombre como de ingeniero alemán, no ha cumplido aún los 27 años y ya es historia del golf al lograr algo insólito: ser el primer español que gana el Open de EEUU tras más de 120 años de historia. El orgullo de un Jesus Mari, de un Rogelio. Menudo cachomelón. Porque lograr dos ‘birdies’ en los últimos hoyos sin que te tiemble la mano da para escribir varios manuales de ‘Cómo triunfar en el golf sin despeinarte’.

En mi caso, era todo lo contrario. Nací con un ardiente temperamento infantil que, en la mejor tradición inaugurada por McEnroe, en ese deporte hermano del pijerío que era el tenis, me hizo destrozar más de una raqueta ante un 6-0, 6-0, 6-0 de un rival abusón de más. Con el golf, recuerdo tirar el putt a tomar viento en una zona bien boscosa y recibir las merecidas amenazas de mi padre: «De aquí no nos vamos hasta que salga el putt de los cojones». Recuerdo también solicitar ayuda de las familias golferas allí presentes, los Zarraluqui, los Irujo, los Bernaola, y dar por fin, tras no pocas batidas, con el palito dichoso.

En otras ocasiones, poseído por mi mal perder, consciente de que jamás emularía la frialdad de un Jon Rahm que aún no había nacido y que, ay, no sería nada en la vida, pagaba mis fracasos golfísticos con la cuidadísima superficie del green. Superado con creces el doble bogey me dedicaba a hacer todo lo prohibido sobre aquella moqueta verde: saltar, correr, dar volteretas y otras fechorías que por decoro omito.

Qué poco sabíamos de la vida. Claro, éramos niños, pero estábamos contaminados de competitividad, de ansiedad, de prisas por ser los mejores en cualquier cosa, malditas pelis americanas, en lugar de disfrutar del privilegio de estar perdidos entre los robles milenarios del valle más bonito de Navarra, Ulzama.

Aún contaba con solo nueve humildes hoyos, que culminaban junto a la elegante Casa Club, diseñada por Redón y Guibert en los sesenta, para disfrutar si tocaba de uno de esos monumentales escalopes. Antes, una limonada como del siglo XIX servida por Merche, que no era de sonreír mucho, pero todos la querían.

Hace años que no he vuelto a la Ulzama. Nos quitamos, nos dimos de baja en la Federación y se acabó el sueño peregrino de ser golfista. Quien pudiera, en cualquier caso, volver a ser niño y no soñar con nada. Dedicarse, como seguramente haría el pequeño Jon Rahm, a seguir el swing de la vida. Es lo que hacen los campeones.

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