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Blog / Capital de tercer orden

Sanfermines desde dentro (2/2)

Por Eduardo Laporte

De cómo rodar una película y no morir en el intento en pleno pandemónium festivo.

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Pobre de mí en Pamplona.

París no se acaba nunca y las fiestas de San Fermín tampoco. En el Pobre de Mí hay un secreto alivio que ninguno de los que izan los pañuelicos ya fuera del cuello confiesa. Tras la emoción, el riesgo, el exceso, llega de nuevo la calma. Y qué calma no chicha, sino radical, extrema, saharaui, casi demoledora llega en Pamplona a partir del 15 de julio, considerado por algunos el día más triste del año: no sólo acabaron las fiestas, sino que no hay ningún bar abierto. Mi hermano tuvo la mala suerte de nacer ese día. Miguel Indurain, un día después. Eso imprime carácter.

Los Sanfermines de 2003 duraron 40 días. Al menos para mí y resto del equipo técnico y artístico de ‘Americano’ (dir. Kevin Noland). Empezó, en realidad, meses antes, periodo en que descubrí cómo buena parte de la ciudad está, de modo más o menos clandestino, emparentada con la parte más lucrativa de la fiesta. Ahí estaba, por ejemplo, todo ese negocio de alquiler de balcones, gestionado por una empresa de la calle Curia que disponía de toda una base de datos con los distintos miradores al encierro.

Ángulos, perspectivas, servicio de desayuno, amabilidad de los anfitriones, comentarios favorables de japoneses. Eran pioneros de TripAdvisor y AirBNB, versión balcones, sin saberlo. La patrona de la primera pensión en la que durmió Hemingway, en la calle Eslava 5, le confesaba que tenía que ganar en diez días el dinero suficiente para aguantar el resto del año y algo de ese espíritu anida aún en muchos pamplonicas.

El equipo de ‘Americano Productions LLC’ alquiló un piso en un inmejorable lugar, junto al Café Iruña de la plaza del Castillo, que se convertiría en nuestro centro de operaciones durante ese Sanfermín sin fin (para disgusto de la pobre casera, por cierto, que se había hecho a la idea de una pareja feliz como todo inquilino). Un dúplex en el que prácticamente vivíamos, porque los americanos no conocen el concepto descanso. Eso nos permitió ser clientes fijos del Iruña y pedirle un papel a Javier, ese camarero que tampoco descansaba. Le dijimos que hiciera de sí mismo y, tras un leve vacile dijo, qué cojones e hizo de sí mismo mejor que nadie, olvidando que hacía de sí mismo, que es como hay que hacer de uno mismo. Ahí está la película para quien quiera comprobarlo.

Comíamos en la sede de Eusko Alkartasuna, por estar a tiro de piedra de nuestra sede operacional y disponer de un menú del día apto y para los más de cincuenta que éramos. Era complicado explicarle a Marlon, un negraco de dos metros y similar tamaño de corazón, qué significaba esa bandera verde, roja y blanca parecida a la británica y por qué no había banderas españolas en ese lugar.

Era, en general, complicado explicar lo navarro, lo vasco, ¿los fueros?, los Sanfermines a buena parte del equipo técnico que había salido de Estados Unidos por primera vez en su vida. En el ‘elkartetxe’ se sentían cómodos porque tenían muy asumida la cosa del veganismo, cosa que en América era ya más habitual entonces. Fue complicado tener que gestionar dos menús, el ‘normal’ y el vegetal, para ese equipo de cátering que llegaba hasta el fin del mundo en los rodajes exteriores, o sea, escarpados riscos del nacimiento del Urederra. Como tampoco era sencillo transportar las cabinas sanitarias portátiles hasta tan exigentes localizaciones. El día que vi orinar sobre la hojarasca de Urbasa a la bella y algo temperamental actriz protagonista, caí en la cuenta de que me había olvidado de algo entre mi tupida lista de tareas por resolver.

MÁS ALLÁ DEL POBRE DE MÍ

De niño, en casa, nos demorábamos en la retirada del árbol de la Navidad. Era duro asumir ese duelo de unas fiestas que se habían ido para no volver y la presencia del enhiesto abetillo consolaba. Aquel año tuvo algo de eso: tras el Pobre de Mí, seguimos vistiéndonos de San Fermín. Contratando figurantes para que reprodujeran el encierro en un tramo de la Estafeta y llenando parcialmente un tendido de la Monumental para recrear el ambiente. Simulamos un baile de la Alpargata en el clásico Nuevo Casino, donde precisamente veíamos, y sigo viendo, la cabalgata cada 5 de enero.

La película, como dije, pasó sin pena ni gloria y a Denis Hopper es probable que le diera su cosica verla en su historial artístico, pero para los que estuvimos dentro fue otra cosa. La posibilidad de vivir unos Sanfermines en programa triple que nos descubrieron nueves pliegues, nuevas texturas de la fiesta y cómo articula la vida de sus ciudadanos mucho más que nueve días al año. Creo que fue entonces cuando acabé para siempre con cierta superioridad moral que tenía para con las fiestas. Gracias, Álvaro Ron, por enrolarnos en aquella aventura. 

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Sanfermines desde dentro (2/2)