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Blog / Capital de tercer orden

Me salté el confinamiento para comerme un Miura

Por Eduardo Laporte

Fue un gran sábado en compañía de don Vecino en el que pudimos transgredir por partida doble

Rafaelillo sufre una cogida en su segundo toro de la última corrida de los Sanfermines de 2019 con la ganadería de Miura. MIGUEL OSÉS
Rafaelillo sufre una cogida en su segundo toro, Rabanero, de la última corrida de los Sanfermines de 2019 con la ganadería de Miura. MIGUEL OSÉS

Domingo, 14 de julio de 2019. Nadie imaginaba en la plaza de toros ampliada por Rafael Moneo en 1968 que aquel sería el último festejo antes de quién sabe cuándo. No es que los animalistas hubieran pegado una contundente estocada a la fiesta taurina, sino que hay microorganismos más peligrosos, y esto es duro de asimilar, que un morlaco de 640 de kilos.

Tampoco imaginaba nada de eso el bueno de Rafaelillo (Murcia, 1979), que cuando el segundo Miura que le cayó en suerte lo estampó contra la barrera sí pudo barruntar que probablemente sería su última tarde.

«Cornada envainada en hemitórax izquierda con enfisema subcutáneo». Un chandrío importante, que se dice en Navarra, y del que aún se recupera «malamente», según me confirman mis fuentes taurinas.

Aquel año había caído el mayor diluvio que se recuerda en unas fiestas, tanto como para tomar la rarísima decisión de anular una corrida, la del día 8, con lo que la gente se arremolinó en los vomitorios de la plaza prestos a montar una jarana alternativa, cosa que lograron con éxito hasta que se hizo de noche. Quizá hubo quien lo entendió como un primer y sutil aviso de que la normalidad empezaba a dar síntomas de agotamiento.

Me llegan lejanos los ecos sanfermineros ya que mi última vez fue en 2017, así que cuando don Vecino (de los felices tiempos de Sarasate y «la casa de la vida») me invitó a su casa de Pozuelo a comer estofado del toro que casi mató a Rafaelillo, no me lo pensé dos veces. Claro que aquello implicaría saltarme la política de confinamiento selectivo por barrios, pues el mío supera los mil contagios por cada cien mil habitantes.

Me tengo por un ciudadano más o menos responsable, tanto es así que pago más impuestos que Donald Trump. Pero todos tenemos nuestro derecho a los quince minutos de gloria y a nuestro momentito de desobediencia civil. No te digo creerse de pronto la mismísima Rosa Parks, pero tampoco ir de Eugène Green, el director que fue expulsado hace días del festival de cine de San Sebastián por negarse a llevar mascarilla y hacerse el guay por su supuesta rebeldía. En menos que canta un gallo, la Ertaintza lo puso en la puta kalea.

En una Comunidad que no da la talla en lo prioritario, a saber, contratar médicos, reforzar la atención primaria e impulsar un sistema de rastreo similar al de Alemania, donde se aplican las cuarentenas necesarias en los casos que así lo determinan, es difícil que de pronto exijan obediencia ciega a unas medidas, cuando menos, arbitrarias. Mientras tanto, España es el hazmerreír en España por el curso de sus contagios, con 16.000 contagios por cada millón de habitantes, mientras que en la vecina Italia están en los 5000, país, por cierto, donde hasta ahora no era obligatorio el uso de mascarillas por la calle.

¿Que tengo que renunciar un sábado a salir de casa y perderme el festín de Rabanero, cuya carne se preocupó en congelar, hace ya un tiempo prudencial, don Vecino, después de ir raudo a comprarla a la carnicería Jorge Fernández de la calle Santo Domingo de Pamplona, previa comprobación de que no sólo no le vendían gato por libre sino que la carne de toro no era de un toro cualquiera, sino de aquel cuarto toro de la tarde, Rabanero, el que casi mata a Rafaelillo, porque cuatro lumbreras han decidido ahora cerrar mi barrio? Pues mire usshhté: no.

Me perdería ese planazo, y otros muchos otros, si desde la Consejería de Sanidad de Madrid se hubiera liderado la crisis con criterio, y si la presidenta de la Comunidad, Díaz Ayuso, se hubiera mostrado la mitad de errática, negligente, soberbia, racistoide y, en resumidas, cuentas, incapaz. Hay transgresiones necesarias.

Celebramos así ese no-San Fermín Txikito, con un vino de Pago de Arínzano, uno de los cinco vinos de pago con los que cuenta Navarra, y, con la esencia de Rabanero digiriéndose en mi estómago, en esa comunión taurinohumana, me sentí reconfortado. Como si todos los Sanfermines no vividos se concentraran en esa carne felizmente macerada durante más de 12 horas en vino tinto, cebolla y zanahoria y guisada posteriormente durante unas cuatro horas en compañía de una rama de canela, una hoja de laurel y un zurullito de pimienta cayena. Como si el arrealismo de los que vivimos en Madrid se difuminara con la concreción de esa carne de Miura, que reprobaría la comunidad vegana liderada por PACMA, o los promotores de los Lunes sin carne. Había algo mágico-sagrado en paladear aquella carne untuosa, melosa y enternecida a base de bien. Como cuando en las bodegas de El Grifo de Lanzarote, Juan José Otamendi nos ofreció una copita de un vino dulce… de 1880.

Así que este sábado septembrino y asanferminado nos olvidamos de medidas cosméticas de Ayuso and cía., de la pandemia misma, de los politicastros que nos rodean, y brindamos, lejos de los check points de mi barrio confinado, no por la vida así en general, sino por la nuestra, que se dice pronto. Gracias, don Vecino, descansa en paz Rabanero y mucho ánimo, Rafaelillo.

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