• jueves, 28 de marzo de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

Réquiem por un cine de provincias

Por Eduardo Laporte

El cierre del multicine Carlos III, último bastión exhibidor en el centro de Pamplona, marca una nueva era en el consumo audiovisual y en la vida del núcleo de la ciudad

Cines Carlos III en los años 80 en Pamplona.
Cines Carlos III en los años 80 en Pamplona.

Hay cines de barrio, cines de gran ciudad, cines de pueblo, cines de provincias, autocines, cines al aire libre, cineclubs, cines en 3D, cines megalómanos, cines parroquiales. Todos ellos en crisis menos, quizá, esos cine de centro comercial, pantallón y palomitas a granel que son a la magia lo que Belén Esteban a la literatura. Con la extinción del último baluarte que quedaba en el centro de Pamplona, Saide Carlos III, tras el cierre de los vecinos Príncipe de Viana y los Olite, a Pamplona le quedan los Golem, dios les guarde muchos años, y las salas de Morea e Itaroa. American way of life manda.

Conforme me hago mayor creo que soy menos nostálgico. No derramaré una lágrima por ese tiempo ido, y me quedo con los recuerdos de tantas películas allí vistas. En la faraónica, descomunal, inmensa e ingente sala de Carlos III vimos ‘Batman’, la primera, la de Tim Burton y Michael Keaton, estrenada en 1989, creo que en agosto, y a la ciudad se le sumó la agostez de media Pamplona en Salou y ese estreno que recuerdo como el acontecimiento cinematográfico del siglo.

En un tiempo sin redes sociales, consolas ridículas, ordenadores personales que iban a pedo de burra, el cine seguía siendo nuestra principal diversión. Batman fue el primer y último gran peliculón que movilizaría a toda una generación. Todo el mundo estaba viendo Batman, en los Carlos III.

También vimos en la ya difunta sala el famoso cruce de piernas de Sharon Stone en ‘Instinto Básico’ (1992), a esa edad adolescente y sin tecnología ni grandes aficiones, sanas o corruptas, en que el cine era el mejor pasarratos, y si había algo de picante mejor. Siguiendo esa regla de tres cayó también ‘El cuerpo del delito’, con una Madonna haciendo guarreridas a la pantalla que nosotros veíamos como si la cosa no fuera con nosotros.

La sala Carlos III, porque durante muchos años era un único salón, al estilo de los grandes cines de la Gran Vía madrileña, piso superior incluido, era la favorita para los ‘blockbusters’ americanos cuando nuestra cultura sólo pasaba, qué triste, por Estados Unidos. ‘Regreso al futuro’, ‘Terminator 2’ y ‘Titanic’ deben buena parte de su espectacularidad a ese cine tamaño sideral de asientos mullidos y azules cuyo pasillo tenía algo de javierada en la oscuridad, así como una absurda pequeña cuesta arriba, o repecho, que diría Indurain.

En las pelis largas, como la citada ‘Titanic’, salía a relucir un cartelón que era como un último superviviente de cierto franquismo de toque kitsch y sesentero que decía, en diagonal, aquello de Intermedio.  

Como dato erudito, diré que en los inolvidables (para quienes los vivieron) Encuentros de Pamplona de 1972, allí se proyectaron varios filmes experimentales, como la asombrosa ‘ere erera baleibu izik subua aruaren’, de José Antonio Sistiaga, la primera película pintada de la historia. Y cuando digo pintada digo pintada: cada fotograma, y habría cientos, o miles, era, es, un cuadro. Tuve ocasión de verla cuando la exposición de los Encuentros en el Reina Sofía y ha sido lo más parecido a tomarme un tripi, o ajo, que he experimentado nunca. 

Las nuevas salas, Saide, no estaban mal, pero no era lo mismo. Construidas sobre el mismo espacio cuyo recuerdo sepultaban, los únicos supervivientes del cine original eran la taquillera, de tamaño menudo como apta para la garita en la que pasó media vida, y el de las palomitas, un tipo fornido con pinta de jugar a pala los domingos.

Fuera del cine, teníamos dos opciones para comprarnos las chuches: el carrico de “San” José, con su sempiterna txapela y gabardina color café exprés de Nalia, donde comprábamos, ay, regalices rojos de a pela. Luego fue sustituido por otro tipo también fornido pero cojitranco, que tenía el mérito de resultar amable sin sonreír. Enfrente, donde la iglesia, le hacía la competencia la virola, a la que llamábamos así en un alarde de imaginación, preguntándonos cómo acertaba a orientarse entre las cajas de regalices, moras, lenguas de gato y lolipops. Pero no fallaba una.

Era el tridente de los quioscos —en torno a la estatua de San Ignacio, que en esa cuadrícula cayó herido allá por mayo de 1521— , coronado por el más funcional y burocrático de la prensa que, si no estoy equivocado, aún sobrevive cual Numancia de la distribución periódica.

Decía que la edad me hace menos nostálgico pero creo que es mentira. ¿Qué contarán los chavales contemporáneos? ¿Que compraban palomitas en un centro comercial atestado de niños gritones, surtidores de refrescos aguados y reclamos a cada cual más chillón? El cierre de estos cines, y de todos los que cierran en otras capitales de provincia españolas, obedece a un cambio de hábitos. Internet y la piratería tienen la culpa. El precio no tanto, con días como el miércoles con entradas a tres euros y medio. La muerte de estos cines es en realidad culpa nuestra, lo cual más que nostálgico me pone triste, porque me hace pensar en un triunfo de la comodidad, en la victoria de cierta molicie vagoide y piratil, ante la cual hay que estar siempre en guardia. El espectador de espectadores nos vigila.

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