• jueves, 28 de marzo de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

Los privilegiados del confinamiento

Por Eduardo Laporte

El estado de alarma cayó sobre nosotros como el ámbar sobre el mosquito del jurásico. Y en esa quietud institucionalizada algunos salimos mejor parados que otros.

Un hombre camina solitario por las calles del casco antiguo de Pamplona durante el estado de alarma decretado por la crisis del coronavirus. EFE/VILLAR LOPEZ
Un hombre camina solitario por las calles del casco antiguo de Pamplona durante el estado de alarma decretado por la crisis del coronavirus. EFE/VILLAR LOPEZ

Me pregunta Alex que qué tal llevo la situación. Durante unas semanas me sentí más querido de lo habitual: cuánta gente se preocupa por mí. Luego entendí que más bien era aburrimiento. La gente se aburre y tira de agenda. Algunos pringaos contestamos siempre. Quizá nos escriban precisamente por eso, porque saben que vamos a contestar. Uno de mis ejercicios de superación personal durante el confinamiento ha sido dejar sin respuesta alguna de esas preguntas, en un notable ejercicio de violencia conmigo mismo. Lo siento, profesora de italiano que me diste clases hace tres años en un pueblo perdido en la región de Abruzzo. Si lees esto, que sepas que estoy bien.

A Alex le dije lo que digo a todo el mundo, que lo llevo relativamente bien pues yo también, como dice Iñaki Uriarte en esta entrevista, llevaba entrenando para esto durante años. Lo dice medio en broma, aclara, como lo de que no tiene temor a la covid-19, aunque esté en «catorce grupos de riesgo».  Uriarte quita hierro a una situación que sabe delicada. Quizá la (avanzada) edad implique desdramatizar la visita de la parca como se asume la llegada del otoño tras el verano. «Entre el coronavirus, la diabetes o lo que sea, lo mismo no estoy aquí», dice, respecto a unos planes de ir al italiano lago de Como en coche.

Pero estábamos en Alex, un vecino del barrio que se dedica a las chapuzas en general. Responde al perfil del hombre de acción y un día me dijo, sin soberbia, que no sentía el dolor. Sus manos llenas de cicatrices dan fe. ¿Y tú cómo lo llevas, Álex? «Soy un león enjaulado».

Hay presión social para que salgan los niños y es lo suyo, pero los niños viven en un reino de esperanza y optimismo —hasta que los adultos los confunden y corrompen— en el que todo se sobrelleva. Conservan el sentido de la aventura y una épica —que por tan malas horas pasa, cuando la vida es resistencia, lucha con distintas estrategias— a la que recurrir cuando el día pesa más de lo normal.

Hay un momento en que Robinson consigue hacer de su naufragio una virtud. Dosifica el consumo de los barriles de ron, las lecturas de la Biblia, el ora et labora, las conversaciones con Viernes y teme el día en que sea rescatado. De hecho, el mito de Robinson se basa en un marino que pidió que lo dejaran a su suerte en una isla (la de Juan Fernández, en Pacífico chileno). Ese Sigan-ustedes-que-yo-me-bajo que tan tentador resulta y con el que algunos coqueteábamos seriamente antes de todo esto.

Y así como Alexander Selkirk se quedó a principios del XVIII en aquellas escarpadas islas del color del tabaco, otros nos hemos atrincherado en nuestros apartamentos con más gloria que pena. Y quizá nos sintamos mal por ello o no nos atrevamos a confesarlo. Es cierto que las ganas de vivir las recibimos de la propia vida. Y que ningún sucedáneo de ésta, por muy evocadora que sea la literatura, el cine doméstico o una videollamada, llega a la altura de la inyección de vitalismo del mundo exterior. Lo sabía bien el protagonista de El perfume, que era capaz de vivir siete años recluido en una gruta, hidratándose con el musgo que manaba humedad de la roca, y royendo raíces. Pero esos recuerdos olfativos habían sido capturados en la ciudad, bajo las gárgolas de aquel París insalubre, de madera inflamable y olor a pescado podrido.

Otra amiga actriz me confesaba que se le hacen duras las horas. Su mundo está fuera. Alguien hablaba de los escritores erizo y los escritores zorro. Vale también para el común de los mortales. Sifilíticos y tuberculosos, decía otro. Los que somos capaces de vivir hacia dentro lo llevamos mejor, en definitiva, y hasta sentimos un extraño placer animal, secreto, cuando volvemos de la compra con lo necesario para aguantar una semana más. Anhelamos la vida exterior, pero no nos sentimos leones enjaulados en cuanto que podemos ejercer una profesión que sólo requiere un teclado y conexión a internet. También, desde que hace años practicamos toda suerte de emboscadas al aburrimiento. Nos reconforta saber que, en el peor de los escenarios, ante una pandemia sine die, mantendríamos el tipo.

Somos los privilegiados del confinamiento, solteros, sin hijos, sin patologías previas, con cosas que hacer y libros que leer. A menudo transitamos por una montaña rusa sin picos pero que nuestra situación se nos antoja un regalo obsceno cuando pensamos en los profesionales sanitarios, los reponedores, los ‘riders’, los integrantes de familias al borde de un ataque de nervios, los inquilinos hacinados en pisos celda o los profesores que lidian con pesadillas tecnológicas aún no descritas y con padres de alumnos por WhatsApp. El mundo se desmorona en un mar de cifras luctuosas y lloramos por ello. Como lloré la de mi amigo Felipe, con 77 años y más energía que yo: teníamos proyectos literarios en común que ya no serán; me quedo con la primera y última comida que disfrutamos en una parrilla argentina un día febrero ya tan lejano. Pero no queremos hundirnos ni nos lo permitimos. Sabemos que nuestros muertos no tolerarían que confundiéramos empatía con amargura.

Después de seis semanas de encierro, caigo en la cuenta de que podría haber usado el carné de prensa para salir al mundo como algo más que un proveedor de despensas propias. Y emular, por ejemplo, al compañero Dani Ramírez y ese paseo por el Retiro como sólo los reyes antiguos que lo usaban como coto privado de caza lo vieron. Quizá tenga algo de ese Jean-Baptiste Grenouille y me quede mucho recorrido en mi particular gruta musgosa. Perdonadme.

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