• viernes, 29 de marzo de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

El previaje o la felicidad del porvenir

Por Eduardo Laporte

Los preparativos previos a toda aventura forman parte indisoluble del viaje en sí, tanto que uno está parcialmente de viaje sin haber salido aún de casa.

foto viaje en italia
Viaje en Italia, con Ingrid Bergman y George Sanders.

Te llaman porvenir, porque no vienes nunca. Verso de Ángel González, uno de los pocos poetas que merecen tal etiqueta, en un poema escrito en la inmensidad de un franquismo que –todo poeta verdadero tiene algo de futurólogo– se intuía larguito. Un tiempo aquel que, como recuerda Gaziel en Meditaciones en el desierto, era ante todo una época funesta para el ejercicio del periodismo, la literatura, la creación poética, que ante todo son manifestaciones de libertad. Exilio interior, dejación obligada de funciones, lo que viene siendo alienación, ser otro. No ser tú.

Hoy podemos ser nosotros, con la consiguiente dosis de vértigo que eso genera. Porque decía Umbral que decía Kierkegaard, ojo, que la angustia es el vértigo de la libertad. ¿Hoy es más fácil ser tú, ser yo? La conquista de la libertad, en tiempos del precariado, sigue siendo ardua, sólo que el mundo low cost te permite jugar por un día a ser libre, a ser capaz de todo. Madrid – Pisa: 67 euros. Italia, en pleno agosto. Hay sitio para ti.

El porvenir inmediato, con la vista puesta en dos semanas de viaje por el interior de Italia, sabe rico, en las antípodas de ese Madrid, año cero, que lloraba González, ángel de alas rotas. El presagio del viaje, como el del verano, se antoja entonces más interesante que el propio viaje, y uno vive como mecido por una felicidad moderada, sostenible, ecológica incluso, durante un periodo que dura más que el viaje en sí.

Enemigo tradicional de la organicitis, con los años le he cogido el gusto a una mínima capacidad de anticipación: el presente gana enteros con un futuro próximo aliado. Y luego está la dulce resaca del volver, un pasado aún caliente que se paladea en cuanto paladeamos nuestro nuevo ser. Volver del viaje, si realmente ha merecido tal nombre, es también estrenarse a sí mismo, ser un hombre con zapatos nuevos en el alma. Volver al lunes con una serie de actualizaciones en tu algo achacoso sistema operativo. 

Renuente también al uso de guías de viaje hasta que descubrí su utilidad, me compré el tocho más voluminoso sobre los secretos de Italia. En papel. La desplegué en una cevichería encantadora que he descubierto en Malasaña, frente a Tipos Infames, y el mero hecho de viajar por el índice temático me generó un pre síndrome Stendhal, avivado probablemente por la generosa jarra de cerveza con que acompañé el pescado crudo.

La vida, como el sexo, es un juguete cuyos encantos hay que saber dosificar. Apenas he asomado la nariz a ese vecino prodigioso que es Italia, y la perspectiva de mecerme a mi aire por las calles de Pisa, Livorno, Florencia, Siena, Perrugia, Nápoles y la costa Amalfitana me genera un salivamiento vitalistas que ni el perro de Pavlov hasta las cejas de pienso enriquecido con Pedigree Pal Deluxe.

Cuando se viaja solo, existe el riesgo de no converger con nada, con nadie. Aburrirse de uno mismo en el papel de flâneur y acabar en manos de una nubosidad variable que te haga poco menos que esperar la hora de llegar. Conviene encontrar los modos de mezclarse, más o menos estrechamente, como recomendaba Hemingway, con la vida. Salir en la medida de lo posible de la zona de confort del turista de la foto cli-clá y, yo qué sé, colarse en una fiesta. Meterse en ambientes.

Forzar los capítulos que generan relatos sin los que no existiría El Quijote. Son entonces unas vacaciones relativas, porque la vacación total, más allá de los tres días de balneario, te deja demasiado cerca de la molicie. Ese es el reto, regresar con más postales que las propias de los monumentos; enriquecer la retina, sí, pero también la despensa emocional. Lo dice Pablo d’Ors con una perogrullez tan pasmosa como certera: “¿Y cómo se vive la vida? Simplemente, viviéndola”. Y el viaje, con su cualidad de tiempo acotado, destacado, con su privilegio de día señalado, como el Ferragosto de Nápoles, es uno de los inventos más logrados para ello. Si el viaje verdadero descansa más en el camino que en el destino, el previaje sería casi el deseo de no partir, de retrasar cuanto antes ese momento de expectativas cómplices. Lo mejor del amor es la escalera, decía Clemenceau, político y sin embargo amante.

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