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Blog / Capital de tercer orden

Piscinas frente a Pokeparadas

Por Eduardo Laporte

A punto de llegar al siglo de vida, espacios como el Club de Tenis de Pamplona siguen vigentes en cuanto que estrechan las redes sociales analógicas

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Club de Tenis de Pamplona.

La diversión llegó a España cuando la reina Isabel II cambió los salones palaciegos de El Escorial o Aranjuez por las playas de San Sebastián para el veraneo. Durante miles de años, las playas del mundo estuvieron carentes de turistas, de bañistas, de barcas de recreo. Qué corta es la biografía de la playa y qué poca explicación tiene su falta de explotación ociosa durante la historia.

O quizá sí lo tiene: disfrutar de la vida estuvo mal visto en los últimos milenios. La vida estaba para otra cosa, sufrir, procrear, trabajar y ya si eso en el Reino de los Cielos tendríamos algo de relajo. En Francia, las vacaciones pagadas se institucionalizaron en 1936, hasta entonces, descansar era visto como cosa de vagos.

En 1918, Europa se enfrentaba a la resaca mortal de su primera guerra global, pero en una ciudad pequeña como Pamplona se vivía una suerte de ‘belle époque’ despreocupada ajena a los conflictos de los países serios. Poco a poco, el espíritu dionisíaco, la ‘joie de vivre’, se iba extendiendo más allá de los Sanfermines —que solían durar del 6 al 18 de julio— y aquel año se inauguraba el futuro Club de Tenis de Pamplona, en la avenida Carlos III.

Se bautizó entonces como Pamplona Lawn Tennis Club, siguiendo el influjo de la Gran Bretaña, que traía el football y todas las modas, dejada ya de lado la influencia francesa por decimonónica. Pero no sería hasta 1934, leo aquí, cuando se ubicaron en los actuales terrenos de la calle Monte Monjardín.

Las familias bien no tardaron en hacerse socias de ese nuevo club de aires anglosajones, promesa de agradables ratos de solaz y descanso, partidas de bridge y la práctica del tiro al pichón. Era una época en que la sociedad estaba dividida en dos clases: las familias bien y el resto. La diversión caló primero en esa cúspide de la pirámide social hasta que, casi un siglo después, se democratizó la cosa, como pasó con el pádel y hasta con el esquí. Pero durante mucho tiempo, ser “del Tenis” añadía galones a la simpar condición del peteuve más estupendo.

SOL DE LA INFANCIA

Mi familia también era del Tenis desde que tenían uso de razón, privilegio que heredamos sin rechistar. El sol de mi infancia me nubló de todo resentimiento, dijo Albert Camus, y yo añadiría que, a mí, las piscinas del Tenis también. Recuerdo el trago amargo del acceso, porque ocho de cada diez veces que acudíamos lo hacíamos sin el pertinente carné y tocaba convencer a unos porteros avinagrados y riñones de nuestra pertenencia al tan selecto club para que nos dejaran pasar.

Era el tiempo en que a los niños se les trataba mal, por sistema, una suerte de coletilla franquista que nos tocó heredar también y que por suerte parece ha remitido. Pero una vez dentro éramos los reyes. Lejos del control parental, las jornadas transcurrían luminosas en ese recinto de felicidad en que el mayor problema era elegir en qué piscina bañarse: la charla, la ele, la olímpica, las de arriba…

Recuerdo aún la división en dos de dichas piscinas de arriba, otro vestigio de un franquismo que dividía por sexos la diversión piscinil y recuerdo también la oscuridad del fondo del agua, cuando de noche se nos permitía a los menores de catorce bañarnos en ese territorio vedado. Y me acuerdo bañarnos bajo las tormentas de verano y el miedo a morir por un rayo.

CUBATAS AL ATARDECER

Los mayores estaban a sus cosas, tomando cubatas de Larios con cocacola o gin tonic con tónica Finley en vaso de tubo, en la plazoleta de ese recinto acotado a los problemas y a la realidad incluso. Unos mayores que disfrutaron quizá más que los propios niños de esas instalaciones cuando en la mansa Pamplona de los años sesenta no había mucho que hacer en esos largos veranos. Guateques, actuaciones, verbenas rutilantes, grupos de aquí que emulaban a los Brincos y un tal Chus Durruti, que debía de ser una especie de Elvis hiperlocal, según me cuenta mi tía Jeru. Competiciones de bailes de rock en el trinquete, bailoteos en una pequeña discoteca creada ad hoc y empachos de Mirinda porque el trago largo no se estilaba todavía tanto como hoy entre los jóvenes.

A una ciudad cohesionada por clases, apellidos y colegios, de monjas o curas, que todavía celebraba las puestas de largo de las hijas casaderas, se le sumaba el club de ocio y esparcimiento. Habrá a quien le suene ranciete, a capítulo de ‘Cuéntame’ revenido, a memorias pijas del tiempo ido. Quizá. Pero desde la entropía social de un Madrid desparramado, uno piensa que quizá no fuera mal invento del todo. O que nos falte algo, en las grandes ciudades, parecido a esa felicidad con carné. Por si acaso, me reservé el derecho a acceder un máximo de diez días al año. Cualquier cosa con tal de no descargarse la app de Pokémon Go y reunirte en una Pokeparada.

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