• jueves, 18 de abril de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

Periodistas de mentira

Por Eduardo Laporte

La oclocracia (ver Google) cada vez parece más inevitable, pero que los profesionales de la información caigan en ello es para echarse a llorar

Colectivos feministas anuncian una manifestación para el sábado 28 de abril en el Palacio de Justicia de Navarra en protesta por la sentencia del caso de 'La Manada' (21). IÑIGO ALZUGARAY
Un cartel en Pamplona con las cabezas cortadas de los cinco acusados en el caso de 'La Manada'. IÑIGO ALZUGARAY

Una de las frases hechas de los últimos días en que no hay que legislar en caliente. Uno puede actuar en su vida en caliente, apuntarse a clases de swing porque ha tenido una señal, ya tendrá tiempo de darse de baja más tarde. Pero un Gobierno no puede permitirse ese lujo.

Como tampoco pueden hacerlo los periodistas si quieren evitar algo hacia lo que sin remedio parecemos abocados: la oclocracia. ¿Que qué significa esa palabra tan fea que hace pensar en gallinas pasadas de rosca? Pues, según Wikipedia, oclocracia es el gobierno de la muchedumbre y está considerada una «degeneración de la democracia».

Las redes sociales, según el escritor ágrafo Sergio Erro, podrían considerarse hoy El Quinto Poder, siendo parte activa en fenómenos de agitprop sin los cuales movimientos como el procés no habrían sido posibles.

Las redes son la prolongación expansiva de un malestar ciudadano que, y aquí vendría el matiz, no siempre es legítimo porque venga del «pueblo». Es más, esas reacciones parten a menudo de medios de comunicación sesgados, de una interpretación errónea de la realidad y alimentadas con el ruido deformante de las redes —esa caja de resonancia desmadrada— generando más que nada un calentamiento global del personal. Vivir en caliente.

He visto a los periodistas más preparados de mi generación —y la anterior— presas del escribir en caliente. Víctimas del rugido de la marabunta, del fervor de la oclocracia que no entra en matices. No lee la letra pequeña. No acepta la discrepancia y abraza la utopía del pensamiento único y guillotina al que amenaza esa ilusión. Se mueve en el estadio más bajo de los niveles de conciencia, que es el del guerrero y parece más bien una reacción atávica, animal, que un fenómeno propio de la sociedad civil.

En el caso de la sentencia de La Manada, son comprensibles las reacciones en caliente de tantas mujeres que sienten miedo, impotencia, sororidad con las víctimas de todo tipo de abusos machistas, y no entraré a analizar ese tipo de movilizaciones (excepto las fascistadas de amenazar al juez discrepante). Se necesita una catarsis, un modo de visibilizar toda la mierda de debajo de la alfombra. Pero un periodista no puede entrar en esa ola.

El periodista es aquel que está obligado a contar hasta diez mientras los demás se dejan llevar. Claro que es muy fácil ceder ante la perversa tentación doble del momento actual: 1) La prisa por comentar 2) El regusto cazalikes de quien dice lo que se quiere oír (demagogia). Sería bueno que existiera un TripAdvisor de periodistas: en caso de incurrir en estos dos pecados profesionales, estrellita menos. Periodistas de mentira, periodistas de mantequilla.

Me fastidió comprobar cómo un articulista muy popular en redes se ganó el favor oclocrático llevándose las manos a la cabeza con el relato de hechos probados de la sentencia de la discordia.

Y lo cierto es que, si uno lee tan escalofriante relato, cuesta entender que la condena sea sólo por abusos y no por agresión de tomo y lomo. Pero para entender la lógica de la sentencia, hay que seguir leyendo y tener en cuenta el voto particular y hacer un ejercicio de empatía no sólo con la víctima sino con todos los elementos del caso en cuestión, acusados incluidos. Pero esto cuesta y no sólo quita likes, sino que te puede colocar en el lado de los malos para siempre.

Días después, se retractó. Hay esperanza.

EL PELIGRO DEL FRÍO

Yo no soy periodista, a pesar del título y el máster ad hoc. Si fuera periodista de verdad, hubiera ido a saco con el tema, como lo hizo Elena Berberana, tomándose su tiempo para sacar conclusiones lejos del trazo grueso imperante o del deseo de que la compleja realidad no te afee una reivindicación.

Si fuera periodista de verdad, intentaría no ceder al vanidoso miedo al qué dirán, como me pareció notar en un Iñaki Gabilondo que tildó de «aberrante» el voto particular del juez Ricardo González.

Un Gabilondo al que últimamente se le acusa de «blanquear» el fascismo etarra. Si yo fuera periodista de verdad, no tendría miedo a analizar los asuntos más polémicos y defender las zonas grises. Pediría, eso sí, un extra en la nómina por riesgo de linchamiento, ese tic tercermundista de un país, el nuestro, que aún no ha entendido que la libertad de expresión es un derecho que no se puede cercenar con la violencia oral hacia aquello que no te guste oír. «Arcadi Espada, odio lo que dices, pero dilo», comentaba con tino la periodista Lorena G. Maldonado.

Porque todo periodista, de verdad o no, sabe que todos los hechos tienen múltiples interpretaciones. Y que, a menudo, la interpretación más visceral y simple es, cuando menos, sospechosa. Tendrá valor como barómetro emocional de una sociedad, pero a mí que me juzgue un tribunal independiente y no la oclocracia.

Como periodista desde la barrera que soy, seguí el caso de La Manada desde el principio. Leí en su día las declaraciones de todos los acusados y los testimonios de la denunciante y poco a poco fui alojando, tras el rechazo vomitivo inicial que me producían estos tipos, la posibilidad de que no fuera todo tan blanco y negro.

Fui haciéndome una idea, creo que sosegada, del proceso, así que no me sorprendió en exceso la sentencia de los 9 años por abusos sexuales. Para empezar, porque sin violencia probaba ni daños probados y sin la cuestión del consentimiento clara, todo apuntaba a un mi palabra contra la tuya que difícilmente se castiga con las penas más altas. De momento, este es el Código Penal que tenemos y entiendo que el testimonio de un/a denunciante, sin ninguna prueba, baste para condenar a una persona a veinte años de cárcel entiendo que es peligroso.

Así lo mostré en redes sociales en cuanto se hizo pública la sentencia y me cayó la del pulpo. Escribía en frío en pleno ojo del huracán no sólo caliente, sino enfervorecido, desaforado, indignado y decepcionado. Como si en esa sentencia se concentrara el destino, la seguridad, la reparación moral de tantas mujeres vejadas durante siglos y cualquier medida contraria al castigo más alto fuera un retroceso, una derrota, otro triunfo de ese capotico de todas las hostias denominado patriarcado.

Viví en mis carnes el linchamiento de la era de la poscensura y la posverdad y, al ser uno de los primeros en manifestar el matiz, me convertí en el sparring perfecto. Mi error estuvo en no respetar los tiempos, quizá en ser el primero en querer tener la razón, cuando el rugido necesitaba de la vocinglería más agresiva para luego, si eso, calmarse.

Ahora estamos un poco más tranquilos y lo suyo sería que los periodistas de verdad no cedieran a las pasiones de una sociedad cuyo papel es, en ocasiones, rugir. Hay algo elocuente en esos quejidos, pero no deberían afectar la independencia de esos soldaditos de la democracia que son los periodistas. Por mi parte, se me quitaron las ganas de redes sociales, Facebook en concreto, durante una temporada. Como si mi presencia ahí tuviera algo de complicidad con el lado más tosco, grueso, zafio y cavernícola de nuestra sociedad.

Se me pasará, pero el poso de decepción sigue ahí. ¿Si no podemos abordar con serenidad y agudeza los temas cruciales de nuestro tiempo, si cualquier atisbo de duda te convierte en cómplice del horror, qué nos queda?

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