• jueves, 18 de abril de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

Paseo hiperrealista

Por Eduardo Laporte

Un domingo de resaca aporta una sensibilidad óptima para el vagabundeo hiperestético a lo Édouard Levé

Paseo hiperrealista
Paseo hiperrealista por Pamplona.

El hiperrealismo no es real. Ni realista. Como las fotos de Instagram saturadas de contraste que sólo se aguantan un rato, porque la vida hiperreal, instalarse en un cuadro de Antonio López, sólo se puede digerir en pequeñas dosis a riesgo de entrar por la puerta grande en la López-Ibor o similares.

La resaca se inventó para el paseo y esto es algo que descubro después de muchos paseos y muchas resacas. El deambular por la propia ciudad tiene algo de misa personalizada que pone en orden el caos de nuestro macerado frasco sentimental.

Además, uno quema grasas, las suficientes para tomarse otra birra, la enésima, pero qué bien, en el bar de turno en el que por fin —y esta es una de las grandes conquistas recientes de Pamplonairuña— tiran bien las cañas y medallita para los que en su día presionamos en esa dirección.

Me compro un helado, ese capricho del bienestar de los años cincuenta, del Zampanò de La Strada, y de pronto se genera el equilibrio del falso nirvana: el de no desear nada más (porque estás ahíto de todo). Entonces parece que uno no necesita más nada y la ciudad del pasado, aquella en la que los recuerdos escocían porque venían acompañados de la música fúnebre del no volverán, se convierte también en ciudad del presente.

Y brota ahora una euforia suavita, cuando uno piensa también en un futuro cómplice sobre lo que hasta entonces se entendió como una tierra quemada de la memoria. El carpe diem, amigos, sólo vale si trae esa promesa de futuro ilusionante bajo el brazo. De eso va también el amor, de la posibilidad de repetir, de proyectar, y una pareja existe cuando se compran entradas para un concierto que tendrá lugar dentro de unas semanas, y en ese presagio de la felicidad, compartida en este caso, está la felicidad.

Y en la imposibilidad de compartir concierto alguno, en el uso repetido del presente y la autocensura de cualquier tiempo verbal que incluya tiempos futuros, está el fracaso del amor con ese tupido velo de muerte, de premuerte, que es todo no amor o amor truncado. Amor que es sólo pasado. Como lo fue durante mucho tiempo mi ciudad natal, hasta este domingo de mayo pletórico en que decidí, sentí, asumí, que habría también un ejército de mañanas esperándome.

REGADÍO EMOCIONAL

El domingo es un día de subidón antes de que el alcohol consumido alegremente en familia se filtre como dios manda con su dosis depresora en un lunes más realista que hiperrealista. Mientras tanto, apuro mi helado de coco por las callejas de Argaray, el barrio en el que me gustaría retirarme si tuviera recursos para hacerlo, cuando llegue el momento de hacerlo, que quizá no será nunca, no porque quiera trabajar siempre, sino porque más bien aspiro a no hacerlo nunca.

Esa otra conquista en marcha del convertir tu vida en unas vacaciones eternas, entendiendo éstas no como un tirarse a la bartola permanente, sino como un destinar los esfuerzos a vivir, que diría el escritor, de buena gana. Porque esos largos veranos de la infancia requerían también su cierto activismo de la felicidad, la elección de las rutinas más favorables para la diversión y de las compañías más cómplices para el íntimo jolgorio. Y, así como el árbol crece sin esfuerzo, o con un esfuerzo tan sostenido que no es tal, wu wei, aspiro a una vida en la que el trabajo se haya asimilado de tal modo que no se tenga por tal.

Diviso el soto de Lezkairu, con su trazado como de ciudad de Lego, y rodeo el Club de Tenis por ese barrio socialmente transversal, que va del pijerío bienburgués al proletariado manso. Nuevos restaurantes para las nuevas vidas que se instalan en ese futurismo que ha llegado y se me hace raro deambular por áreas transidas de recuerdos como capas geológicas sin fin y escenarios vírgenes de pathos. Por un momento lo prefiero, el flaneurismo hiperlocal te puede dejar exhausto por lo que tiene de constante evocación del Museo de Uno Mismo, con sus imágenes que reclaman su revisionado. Como, en la rotonda de calle Tajonar, la hostia que se metió Beñat, de cuando éramos vecinos y sin embargo amigos, en una tarde quizá de septiembre en que íbamos en bici a no sé qué ronda, ah, sí, la de Aranguren, por esos pueblos tan cercanos que nos eran tan lejanos.

Llego hasta la calle Santa Marta, en esa zona de la Milagrosa que aún me resulta simpática, en busca del Olaverri, asador que yo creía poco menos que centenario y que apenas tiene medio siglo y que, ay, ha sido víctima del síndrome Decostudio, con esas líneas años 2000, de minimalismo como tudelano, que nos sume en un sinmasismo considerable. Como la reforma de ciertos portales, por aquello de mantener activo el título de arquitecto, que arramblan con ese fascismo art decó tan de Pamplona Segundo Ensanche como si por vestir de seda a la mona dejara de serlo.

Los domingos no son lo que eran. La mayoría de los bares cerrados. En los primeros ochenta, se salía «de juerga» los domingos por la noche. La Servicial, el Hawai, itxiteados a cal y canto. Hawai, con la tipografía taurina, con ese nombre que no le pega nada pero que forma parte de la tradición hostelera-toponímica: Miami, Florida, Jamaica, California, Nebraska y, caigo ahora, Nevada.

También hubo, claro, un Arizona y ponga aquí el estado yanqui que más le guste. De lejos, la sede de UPN y una gran pancarta, en la cuarta planta donde tienen la sede, plaza Príncipe de Viana: «La bandera que nos une». Quedan pocos días para la manifestación en defensa de la que algunos llaman ‘la Navarrica’, en un acto que me temo acabe por provocar precisamente lo contrario a lo que reza ese eslogan. Porque ni las instituciones, ni los partidos deberían decir qué es o no es una bandera. Apropiación indebida, lo llamaría yo.

Antes, he pasado por la empresa que gestiona ahora los dibujos de Kukuxumusu. Qué bajón, pienso, trabajar con la materia prima de quien ya no está para crearla. Como si Michael Jackson se dedicara a cantar Yesterday en veladas crepusculares de Las Vegas, y eso que no es Michael Jackson quien quiere sino quien puede. Pienso en escribir este artículo sobre el affaire KKM, pero me da pereza.

Acabo mi rondica en la Antigua Farmacia y me doy de bruces precisamente con Mikel Urmeneta. Ahí volvemos todos, por mucha Nueva York que nos metamos en vena. No a la Antigua Farmacia, sino al lugar en que plantamos nuestras raíces. La lluvia de este lunes, en lugar de invitarnos a retozar en la melancolía, nos recuerda eso, el deseo de regar, de seguir creciendo, fotosíntesis mediante, como sea, hacia la luz.

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