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Blog / Capital de tercer orden

Lo nuestro era puro teatro

Por Eduardo Laporte

El pasado sábado se celebró el Día Mundial del Teatro; algo eclipsado por la urgencia de otras noticias, yo animaría a no relativizar su importancia.

La Banda de Música ‘La Pamplonesa’ encara el ecuador de su primer ciclo de conciertos del año en el Teatro Gayarre. CEDIDA
Una actuación de la Banda de Música ‘La Pamplonesa’ en el Teatro Gayarre. CEDIDA

Si fuera ministro de Educación, modificaría la ley Celaá en lo tocante a los centros de educación especial. Suscribo lo que dice aquí un padre afectado que sabe de lo que habla. Pero, además, trataría de fomentar tres materias: la música, el ajedrez y el teatro. Ahí está todo, resumiendo. ¿Por qué el teatro? Avanzamos hacia un estilo de vida paradójico: por un lado, cada vez más encerrados en casa; por otro, cada vez más sociales, o telesociales. Hay quien no sabe ensartar dos frases seguidas en una nota de voz de WhatsApp sin trabarse, irse por las ramas o freírte a chasquidos. (Urge la creación de una Plataforma Antichasquidos: ¿de dónde surge el chasquido en cuanto alguien se sabe grabado? Iker Jiménez, toma nota). El teatro, qué duda cabe, es el mejor entrenamiento para ese yo público tan necesario toda vez que vivimos en sociedad.

El teatro. En Reino Unido es tan común en las escuelas como las matemáticas la geografía. Proyectar la voz, hablar en público, perder la timidez, aprender a domeñar los nervios y el conocido como miedo escénico. Hay dos clases de personas en el mundo. Bueno, unas cuantas. Los que teclean con dos dedos o los que usan los diez dedos y sin mirar al teclado. Y los que hicieron teatro y los que no. Tímido extremo, si algo hice bien en la vida —además de dejar de fumar gracias al libro de Allen Carr— fue apuntarme a teatro.

Pusilanimillo de entrada, si entré en esos potajes escénicos fue gracias a mi novia de entonces, Carolina Isaacs, espléndida actriz y mejor coach, que me contagió la fascinación por aquello de subirse a un escenario a soltar textos escritos por otros que a menudo no entendíamos, pero qué magia había en aquello.

Este lunes mismo comía en La Pitarra con uno de aquellos miembros, José Moncada, del que fue Prometeo Teatro, pequeño grupo teatral formado al calor de la Universidad de Navarra y su SACYS, pero de grandes ideales, como la propia elección del nombre dejaba entrever. Alejandro Casona, un tal William Shakespeare, Pirandello, Chéjov… tampoco éramos humildes al seleccionar las obras que llevábamos a los escenarios que nos salían al paso.

Como aquel Centro Cultural Navarrería en el que el funcionario de turno (nunca mejor dicho, de turno de noche), con ganas de cenar su tortillica de chistorra, nos encendió las luces en plan «a la puta kalea» en pleno momento álgido de nuestra chejoviana interpretación. El destino fue amable con nosotros, ya que días después alcanzaríamos las cotas más altas de la escena hiperlocal, logrando el premio de los Encuentros de Teatro Joven, que te llevaba a las tablas del mismísimo Gayarre. Y hasta te daban pelas, un puñado de miles.

Actuaríamos en el mismo recinto en el que durante tantas mañanas de Navidad aprendimos a soñar, con esas funciones a las que íbamos de niños, entrenando también el músculo de la imaginación y de la empatía. Porque un espectador de teatro, a diferencia de cierto animal molicioso de pantalla, pone de su parte, completa la atmósfera, siempre parcial, que la compañía te propone.

De eso sabíamos mucho en Prometeo Teatro, es decir, de hacer de la necesidad virtud… que no siempre alcanzaba las más virtuosas cimas, pero oye, ganas le echábamos. Como ese Rey Lear que convertimos, en un toque Lubistch protofeministoide de Gabi de Pablo, en reina Lear, que encarnó con increíble solvencia Carmela Marco. Como tampoco desmerecía el despliegue técnico que ideamos para suplir los mil y un escenarios que el shexpiriano texto exigía. Gabi estuvo rápido también: unas diapositivas con distintos paisajes y localizaciones y a correr. Fuimos la primera compañía en levantar un espectáculo multimedia en la UNAV. Ni Els Joglars.

Aún recuerdo la cara del profesor Francisco Gómez Antón, entre absorto y sorprendido, tras las casi tres horazas de espectáculo, en el colegio mayor Santa Clara. Dos ejércitos, uno de Dover y otro de Cornualles, pertrechados con espadas de plástico y escudos de cartón, al son de una grabación, tan épica como desafinada, que Pablo Juanarena, hoy líder de audiencia en las mañanas de Radio Marca como el Speaker, pinchaba con cara de circunstancias.

Imposible olvidar tampoco los gayumbos fucsias de Claro de Luna, orondo y alvino actor andaluz al que fichamos por tan señalados rasgos, ideales para ese papel de Sueño de una noche de verano, de Shakespeare. En un momento dado, al trasluz de los focos, el coro de comediantes asistimos con cierto espanto a la caída de esa lencería fosforescente que contrastaba con aquellas vestimentas helénicas confeccionadas con unas telas que, por cierto, habíamos medio birlado del taller de mi padre. El moscatel Goya que trasegábamos sin mesura para aplacar los nervios en las bambalinas de Belagua redujeron el temor a un escándalo entre un público no prevenido. Por suerte, Claro de Luna se coscó y se recompuso diligentemente sus prendas más íntimas y llamativas.

Aunque es probable que la directora de aquel montaje le lanzara una mirada asesina. De eso y más era y es la gran Laura Laiglesia, que ya desde entonces supo que el teatro no sería sólo el mejor almacén de recuerdos y enseñanzas, sino su modo de vida. Los cientos de alumnos que han pasado por su escuela, Butaca 78, en la antigua fábrica de sedas de Marcelo Celayeta, darán fe de ello.

Lo nuestro era puro teatro. Muchos caímos ahí de casualidad, pero bendita casualidad. Acción y reflexión que iban de la mano, generando una plenitud que no sabíamos aún que existía. Se queda corto un artículo de mil palabras para mostrar la gratitud por aquellos años, por aquel grupo cuyos integrantes tampoco puedo citar aquí como me gustaría y, sobre todo, por aquella pasión tan inesperada como feliz: el teatro.

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