• martes, 19 de marzo de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

El más genuino de los barojianos

Por Eduardo Laporte

Pío Caro-Baroja dedica un hermoso, rico y sutil cuaderno de duelo a su padre, quien mejor encarnó, según él, el espíritu de esta familia siempre inquieta y creativa

Itzea, la casa de los Baroja.
Itzea, la casa de los Baroja en Bera.

El más genuino, pero quizá menos el conocido. Pío Caro Baroja. Hermano de Julio Caro Baroja, hijo de Carmen Baroja, sobrio de Pío Baroja, padre de Carmen y Pío Caro-Baroja Jaureguialzo. Quizá su figura quedó más desdibujada porque optó —como canta el citado por cierto en estas páginas Rafael Berrio— por alejarse de cualquier simulacro. Un vivir la vida a medida que sucede, sin malgastarla en borradores, por seguir citando al recientemente desaparecido cantautor vasco, lo que genera, sin duda, un halo de admiración.

Porque no hay homenaje, cuaderno de duelo, de la ‘ausencia’, como así se titula el libro (‘El cuaderno de la ausencia’, Cátedra) que no nazca de la admiración. El brillo de la ausencia sólo brota, y duele, cuando nos falta ese faro que nos aportaba la luz necesaria para guiarnos entre nuestras propias sombras. La ausencia arrumba sobre nosotros cuando esa persona se apaga y, ahora sí, nos falta más que nunca. Entonces, cualquier elemento a nuestro se alrededor se tizna y la escritura se activa como un conjuro para ese melanoma del alma. Así lo transmite el autor de este libro que está a la altura del linaje que le procede, cuando habla por ejemplo de la luz de la casa de Vera de Bidasoa. «El estado natural de Itzea es la oscuridad y a oscuras transcurre y ha transcurrido la mayor parte de su vida», leemos.

Me cuento entre los afortunados que han visitado Itzea y puedo decir que sí la vi oscura, más allá de los humores cambiantes de la pena. Claro que era de noche, un día de febrero, tras atravesar trémulamente el col de Ibardin sorteando vacas color café ajenas al progreso. Pío Caro-Baroja Jaureguialzo, al que conocía recientemente por referencias comunes, me invitó a cenar un estupendo chuletón sobre las brasas de la chimenea. Aún vivía «el padre», como lo menciona en su Cuaderno, al que pude ver por cierto poco después en Madrid, en un homenaje a Julio Caro. Recuerdo también unos cuadernos, precisamente del más erudito de los Baroja, perfectamente ordenados sobre un estante combado por el peso de la grafía manuscrita del autor de esa inmortal ‘Los Baroja’. Se trata de unos diarios que imaginé precisos, notariales, con no pocas dosis de lirismo y exotismo mediterráneo del que no se libra nadie en esta familia. Ahí están esos dibujos de puro color que cultivaba don Julio. O aquella «habitación amarilla», ese trocito del Museo del Romanticismo en pleno Baztán, con el retrato de Juana Nessi, la que traería el pan de Viena, auténtica revolución frente a la tradicional hogaza, a España. Esa casa es un tesoro. Claro que sin el ruido de sus moradores, ese ruido humano, como leemos, de Julio o Pío, se resiente. La ausencia también se adhiere, como hiedra trepadora, a los lugares de los afectos.

Esas construcciones, léase ‘La casa en Navarra’, conservaban aún el románico en sus venas. Ese mundo rural en el que la luz parece pecaminosa y en el que un joven Pío Baroja se adentró con la compra, allá por 1912, de una Itzea en pura ruina. Quien tanto había escuchado lo de «Baroja, nunca serás nada», en la Pamplona más cerril y castradora de finales del siglo XIX, resulta que construiría ese templo familiar donde sí entraría la primavera y otras luces y al que ahora nos invita Pío Caro-Baroja, ese Baroja que asume ahora que no puede ser otra cosa que Baroja.

Y lo hace a la altura de un autor de diarios consolidado; se nota la sangre a favor, pero también el cultivo propio, las lecturas asimiladas y bien escogidas, así como una mirada que busca ser propia, libre, como le es propio a un Baroja. Se cuelan por el libro distintas texturas emocionales, las que provoca el duelo, pero también otras marca de la casa; ¿qué es el escritor sino un ser vulnerable? Población de riesgo, podríamos decir ahora. Siempre al borde de un colapso emocional que eche todo a perder. Pío Caro-Baroja no lo oculta, y en esas páginas intimistas, en las que se cuela la fragilidad, se consigue la mejor vibración.

Ahora que lamentamos la muerte de Juan Genovés, con su peculiar perspectiva cenital de masas perdidas, descubro también la capacidad del autor de ‘El cuaderno de la ausencia’ para mostrarnos nuevos ángulos, que de eso va, también, esto del arte. Me sorprendió su habilidad para la descripción aérea, detalle quizá menor pero que revela la mirada, que se tiene o no se tiene, del escritor. Se trata de un vuelo corto, Madrid-Fuenterrabía, que sobrevuela navarra, la parte occidental de la sierra de Unzué, sobrevolando Pamplona, «hasta que a la altura de Leiza, comenzamos el descenso. En medio de un mar de nubes, emergen las peñas de Aya y en un segundo término el monte Larrún. El avión hace su aproximación final, primero en alejamiento, adentrándose en un mar muy rizado, para virar a la altura de San Juan de Luz ya en rumbo de la pista y aterrizar en Fuenterrabía en picado, rozando los mástiles de los barcos de la bahía de Txingudi».

Esa capacidad para volver al niño que fuimos es un elemento netamente barojiano y uno de los que más cultivaría el padre, de ahí lo de «el más genuino», que el hijo repite hasta en dos ocasiones. «La criatura barojiana más genuina; la más decidida y valiente a la hora de volar más allá de la biblioteca de los sueños de Itzea y escapar de la luz mortecina del otoño que se colaba desde el Retiro entre los visillos del cuarto piso izquierda de la casa de la calle de Ruiz de Alarcón». Escuela de robinsones. Escuela de barojianos.

EL SALÓN DE LOS ESQUINADOS

Hay algo de atrayente, de contagioso, en ese intentar vivir libre. Eso genera adhesiones que a veces pueden tornarse tóxicas, sobre todo si hay predisposición para colocarse en el lado oscuro de la luna. Se refiere el autor sin rencor pero sí con sentido de justicia a «algunos esquinados personajes de la sociedad literaria» que habrían propinado diversos «desbarres y pellizcos de monja» a modo de «incomprensibles y extemporáneos ajustes de cuentas». Porque así como el propio Pío Baroja fue ablandándose con la edad —como él mismo reconoció en sus memorias— no es raro comprobar como ciertos perfiles se retuercen en su resquemor hasta el espasmo. Y, claro, en esa gimnasia infernal de los egos mal tratados, no nace nada que merezca la pena, ni de buena ni de mala gana. Ya lo dijo Giacomo Casanova: «El despecho impide el éxito». En las obras pero sobre todo, ay, en la vida. Ese éxito que encarnaría el Baroja al que se dedica este cuaderno de la ausencia.

Con elegancia pero sin eludir la referencia a quienes traspasaron las líneas rojas de la gratitud, el autor se quita de encima esas ‘molestias del trato humano’ para, a pesar de todo, porque de eso se trata, celebrar la vida y sus tesoros. Como hizo, sin ir más lejos, el director de ‘Navarra, las cuatro estaciones’. 

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