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Blog / Capital de tercer orden

Mamá, de mayor quiero ser mediador

Por Eduardo Laporte

El documental ‘Mudar la piel’ se puede leer como un homenaje velado a la figura de Juan Gutiérrez pero también como una reflexión sobre el fin de ETA

Cartel promocional de la película Mudar la piel.
Cartel promocional de la película Mudar la piel.

La figura del mediador genera sensaciones encontradas. Por un lado, uno entiende que todos los esfuerzos son pocos si de lograr la paz se trata. Por otro, parece que blanquearía, que se dice ahora, el sufrimiento del pueblo, incurriendo en aquello de la banalización del mal, que diría Hannah Arendt, de quien sólo hemos leído el título.

La propia palabra «conflicto» suena muy equidistante, y es algo que Juan Gutiérrez, mediador entre el Gobierno español con Rafael Vera de ministro de Interior a la cabeza y la ETA noventera, dice a menudo. De esto se acusó mucho a Julio Medem cuando ‘La pelota vasca’ y me temo que no hace falta incidir demasiado. Por mucha cloaca del Estado que hubiera, la extorsión, en la extensión más siniestra de la palabra, sólo la realizaban unos. Socialización del dolor. No olvidar.

El propio Gutiérrez, protagonista de este peculiar documental, dice, entiendo que en clave filosófica, que «el conflicto no es malo, los caminos se abren a través de cómo actúas en los conflictos».

Esto está muy bien cuando eres el mediador, cuando ves los «conflictos» como una razón de ser para tu actividad profesional, que por supuesto es algo más que una profesión. Pero cuando eres, yo qué sé, el que recibe el impuesto revolucionario, el que vive el vacío de sus amigos, no sea que le salpique, el que entierra a su hermano, padre, hijo, mujer, marido, por un tiro en la nuca, la palabra conflicto puede resultar obscena.

Luego están esos mediadores de Nueva Zelanda, Suiza o los Países Bajos, risueños, altos, ávidos lectores de titulares extranjeros que siempre me dieron la sensación de enterarse tanto del «conflicto» como Bertín Osborne de la destrucción de la metafísica de Heidegger.

También habría que analizar la eficacia de esos mediadores-negociadores, y si no es tanto el tiempo, el fin del relato, las crisis de varios tipos, los que ponen fin a una actividad terrorista. Quizá por eso documentales interesantes como ‘El fin de ETA’ (2017) y comedias genialoides pero extrañas como ‘Negociador’ (2014, Borja Cobeaga) tuvieron éxitos discretos. No en cambio la ‘Patria’ de Aramburu, que habría logrado ese éxito impepinable de quien sabe tocar la tecla de lo universal. 

Lo de menos en ‘Mudar la piel’, dirigida por Ana Schulz (hija de Gutiérrez) y Cristóbal Fernández, no es tanto «el conflicto» como la relación del mediador con quien fuera agente de los servicios secretos, lo que viene siendo espía, del CESID, ese servicio de investigaciones con tufillo a la TIA de Ibáñez.

«Rodé esta película para comprender una amistad de mi padre que no conseguía entender», narra la directora en la peli. Porque el tal Roberto Flórez, que así se llama el susodicho espía, se hizo amigo de Gutiérrez a través de la chestertoniana manera del espionaje, cuando éste fundó y dirigió el centro de investigación por la paz Gernika Gogoratuz.

El carisma de Juan —que es la verdadera razón de ser, opino, de ese documental, compartir la bonhomía con los que hasta ahora no lo conocíamos— acabó provocando que surgiera algo más que la inefable relación espía-espiado, y que al final se pusieran las cartas sobre la mesa. Era una amistad asimétrica, pero aun así la confianza no quedó del todo traicionada. Pero el espía que cruzó la línea que no debe cruzarse fue acusado, ahora sí, de traición (a la patria, entiendo) y acabó en la cárcel.

LA TÉCNICA DEL SACACORCHOS

La historia, en cualquier caso, es estimulante y permite acercarse a aquellos años turbios entre los que ponían bombas y los que querían, con diversos métodos, acabar con el mal como fuera. Ahí está el tuétano del asunto. ¿Cómo se logra la paz? ¿Es mejor acabar con la avispa de un zapatazo o guiarla a la ventana para no vuelva más? Me quedo con una frase que dijo el propio protagonista, Juan Gutiérrez, en el coloquio posterior a la proyección en Madrid. «Todos tenemos un misterio. El misterio está en el otro y no hay que sacarlo con sacacorchos. Debe salir». Quizá el mérito de personas como Juan resida en el encuentro no ya con el otro, sino con la sabandija. «Hacer la paz sólo entre los buenos no tendría mucho mérito». A Gutiérrez, y lo dice con extrañeza, nunca lo amenazaron.

Habló también de los cuáqueros y cómo buscan a Dios a través de la peregrinación en el otro. «Viven la vida a tope, aunque quizá sus límites no sean los mismos que los nuestros», ironizó.

Todo era un volver, más o menos sutilmente, al dilema del sacacorchos o su contrario. Rafael Vera no era de la política del sacacorchos y acabó mal, porque los propios servicios secretos y el Gobierno que los dirigía. Como lo era también Jaime Mayor Oreja, tanto que el PNV optó por romper toda negociación que incluyera al PP por considerarla contraproducente. Como lo era, y aquí hay miga también, el citado Roberto Flórez, espía de la cosa.

Los intérpretes del futuro dilucidarán si funcionó más la técnica del sacacorchos u otros factores más difusos para acabar con esa serpiente cancerosa. En Rentería, una ciudad en la que en su día fue una desgracia nacer, el alcalde de Bildu ha promovido un homenaje a un policía nacional asesinado por ETA. Hasta el ofidio más despiadado puede mudar su piel. Hoy me quedo con eso.

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