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Blog / Capital de tercer orden

Varado en Madrid por Navidad

Por Eduardo Laporte

Los cierres perimetrales forzaron a muchos navarros a celebrar las fiestas fueras de casa por vez primera y parece que sobrevivieron.

Iluminación callejera encendida en la capital para la Navidad 2020-2021, en Madrid, (España), a 26 de noviembre de 2020. A pesar de la crisis sanitaria del Covid-19, este año la capital lucirá sus decorados navideños, en concreto el coste de la iluminación este 2020 está en torno a los 3 millones de euros, y a diferencia de años anteriores, se incorporan nuevos diseños y se amplía la ornamentación a una treintena de emplazamientos más hasta alcanzar las 213 vías.
Jesús Hellín / Europa Press
26/11/2020
Iluminación callejera encendida en Madrid para la Navidad 2020-2021. Jesús Hellín / Europa Press

Pasada ya la medianoche de la Nochebuena, valga la aliteración, cuando los digestivos relajan estómagos y también los dedos en el WhatsApp, recibí no pocos mensajes de afecto navideño de otros pamplonarios que, como yo, se habían quedado varados en Madrid. Sentí una inesperada compañía en mi campo mórfico de cena nochebuénica solitaria, regada con un recio Viña Ardanza y la compañía de Ryuichi Sakamoto y su Merry Christmas Mr Lawrence, puesto, literalmente, en bucle. Las lucecitas tintineantes y el año que se te viene encima, como un tsunami emocional, y uno no requiere más nada. Ni a los Morancos en la tele, ni las otrora animadas conversaciones familiares. Necesitaremos aún un buen tranco de 2021 para digerir lo reciente, y no me refiero a las particulares comilonas. 

El espíritu permanece, pero el escenario iba a cambiar. Personalmente, en mis 41 años de vida sólo he pasado las Navidades fuera de los límites de Foralia en una ocasión, en los meses que viví en Lanzarote. El resto, en los pares e impares del paseo de Sarasate y en Monasterio de Urdax, donde mi tía Cuca nos agasajaba con un festival de mariscos de todo pelaje, foie casero, pato alogans, cordero en chilindrón y postres recién salidos de una Thermomix que echaba chispas. Este año recordaba con nostalgia su frigorífico repleto a más no poder, como un Tetris loco de magrets, choringas varias, salsuces de todos los colores y latas amarillas de tónica que se caían en cuanto uno abría la puerta con demasiado brío. Era el día grande de la Navidad, por no decir del año, cuya cuenta atrás anunciábamos con excitación, en plan escalera sanferminera, ya con los primeros boletos de la tómbola de Cáritas. Mi último recuerdo fueron unas gambas rojas de Huelva, en su casa, el día 25. Disfrutaste la vida hasta el último instante.

Navidad era sinónimo de volver a casa, aunque eso supusiera traicionar un poco a la casa adoptiva, la madrileña, que cada año asistía, impávida, a la tradicional héjira de todos los que la pisoteaban a diario para darle la espalda en los días señalados. ¡Pobre Madrid! Así que en mi fuero foral interno celebré la posibilidad de concederle a esa también mi ciudad su particular caricia; en horas bajas por la imagen que de ella trasladan su clase política no siempre con la clase requerida para el puesto, la capital ha sufrido un descrédito tal que se ha llegado a hablar de madrileñofobia. ¡Que vuelva la madrileñofilia!

Como madrileñófilo que soy, me sentí en la obligación de devolver el honor perdido a la ciudad. Así que estos días me he metido entre pecho y espalda el Madrid de Trapiello, recién publicado por Destino, y me he permitido algún que otro viaje a las esencias de la Villa y Corte, como escuchar a la coral de la iglesia de San Ginés en pleno Adviento, o pasear por Argüelles-Chamberí, con una tupida niebla decembrina que para sí quisieran los pueblos de Levante, que hasta de la luz de Sorolla se cansa uno.

En Chamberí vivió y murió Galdós hace cien años, en la calle Hilarión Eslava, compositor nacido en Burlada en 1807 cuyas obras supongo alguien estudiará; personalmente no escuché nada suyo que yo recuerde. Habla Trapiello mucho de Galdós y dice que muchos madriles han muerto, el romántico, el barojiano, el de la movida de la que él se apeó en marcha, pero que en cambio el Madrid de Galdós sigue vivo. A mí, que Galdós me da un poco de perezuela, no he entendido bien a qué se refiere, aunque quizá me falten visitas al Rastro para impregnarme de ese Madrid que, si existe, yo diría que agoniza.

Un Galdós, leemos, que aún conoció esa tapia o cerca que levantara Felipe VI y que perimetraba —cuando se perimetraba de verdad— y encogollaba la ciudad a lo largo de los exiguos 13 kilómetros de longitud que medía. Embutió a sus habitantes durante más de dos siglos, desde 1625 al 1868 en que fue derribada, y tenía más ánimo de lucro que función defensiva. Extramuros, crecieron ventas de mala muerte donde se dispensaban «vinos y refacciones» a precio mucho más barato. Aquello sí que debían de ser desmontes y nos los que conoció Baroja, ya en una ciudad abierta, oberta, que diría uno de Sarrià. Galdós cayó en ese Madrid en transición, porque el mundo siempre está en transición, en el que se usaban los primeros «tranvías de sangre», es decir, una plataforma tirada por mulas que, de alguna manera, miraba al progreso.

Esto creo que se ha dicho ya, pero supongo que hay tantos madriles como madrileños. O murcianos. Ahí está el caso de Pedro García Montalvo y su literatura madrileñista escrita desde la periferia. Hagamos nuestro Madrid, Navarra, el mundo. La vida.

Trapiello tiene su Madrid, con el Rastro en primer plano, al que acude cada domingo, previo madrugón a las siete y media, desde hace cuarenta años. «Buena pesca», le desea su aún somnolienta mujer. Del otro Rastro, la Cuesta de Moyano, sacó el material para su novela La noche de los cuatro caminos, sobre el intento del maquis de darle la vuelta al franquismo, que sólo se puede comprar hoy en los wallapops e iberlibros de turno.

Do quiera que el hombre vaya, lleva el hombre consigo su novela, dice un personaje de Galdós citado por Trapiello, y todos llevamos nuestro Madrid. Al mío le faltaban unas Navidades, cosa que agradezco al exiguo pero reseñable apartado del no hay mal que por bien no venga que nos ha traído la infame. Acogotada por la vacuna, alcanzamos a ver el progreso como algo más amable, del mismo modo que lo hacían los primeros viajeros de los tranvías de sangre. Madrid, en cualquier caso, bien vale una Navidad. O varias. Aunque el año que viene espero volver por mis fueros.

Feliz, ahora sí, 2021.

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