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Blog / Capital de tercer orden

Los recuerdos feos

Por Eduardo Laporte

En la era de la sobredosis de la imagen, las fotos funcionales cobran un sorprendente valor.

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«Carmen, ¿qué foulard le gustará más a tía Blanca?».

No sé quién dijo que Neil Armstrong tomó 20 fotos en su histórico viaje a la Luna, en 1969, mientras que cincuenta años después se sacan 200 de una merienda de cumpleaños. Acumulamos material audiovisual propio de un modo tan desaforado que nos supera. ¿Cuántas fotos tenemos de las últimas Navidades? ¿Te vas a tomar el trabajo de separar el grano de la paja? ¿Encontrarás un rato para enviar las fotos válidas a tu carpeta de Fotos Válidas, borrando las que no sirvan, para más tarde imprimirlas y contemplarlas en versión papel, pues llegan más al corazón sin el filtro de la pantalla?

No.

Mi amigo Beñat tiene un hashtag propio en Instagram llamado #fotosfeas. Son imágenes sin pretensiones que, quizá por eso, acaban teniendo más fuerza expresiva que toda esa gran trola de la felicidad moderna que ha diseccionado por cierto Luisgé Martín en su El mundo feliz / Una apología de la vida falsa (Anagrama).

Somos la generación que más fotos ha visto de la historia, más paisajes, más amaneceres, más sonrisas forzadas, más actos públicos, más celebraciones privadas, más de todo. Vivimos, también, para contarlo: he presenciado cumpleaños que se viven más hacia afuera que hacia adentro, ‘stories’ de IG mediante, que es un poco el fin de la civilización.

La tecnología nos aturulla, pero también puede ofrecernos un reflejo más nítido, real, de nuestra vida. Como cuando el Google Maps Timeline me pasó el informe de mis movimientos en 2018: 190 sitios, 25 ciudades y 2 países. Pensaba que había sido un año sedentario y en efecto lo fue en cuanto a grandes viajes, pero joder, tampoco estuve quieto y en dos de cada tres días caí en un bar, restaurante, taberna, pizzería o abrevadero público equis.

EL RELATO FEO

He configurado la pantalla de mi móvil para que incluya un pase aleatorio, random dicen los guaises, de imágenes y ahora cada vez que cojo el teléfono para consultar WhatsApp, me asalta una nueva foto. A veces sonrío al dar con imágenes recientes que van mutando, gracias al filtro de la memoria (el arte, la literatura, la ficción, no deja de ser un filtro), en recuerdos. La tecnología me saca de nuevo de mi error e ilustra los movimientos del que creí un año estático. La presentación del libro de Alessandro. Los níscalos que recolectamos en Aracena. El concierto de José González en el Bime de Bilbao. Un oporto en Faro, julio. Una comida de Reyes en el Bahía. Una visita al Bernabéu vacío con los hijos de tu primo que aún no conocías.  

Al gesto cotidiano de consultar el móvil se le une la sorpresa por ese recuerdo que, ahí está la gracia, habías olvidado. ¿Para qué hacemos fotos si no? Para dar sentido al relato de nuestra vida, pero en un ejercicio tramposo de selección. Porque, excepto Beñat, nadie fotografía las cosas feas y, sin embargo, hacemos fotos feas, lo que ocurre es que nunca pasan a un primer plano expositivo a no ser que el azar, como me ha sucedido, lo quiera.

Así que a mis recuerdos más entrañables se suman ahora fotos torcidas de clave wifi, un selfi en que creí estar guapo al salir de la ducha, el contrato de alquiler del último piso en el que llevé una vida inmobiliaria provisiona, la factura de un cartucho de impresora que le pasé a la gestora en la última declaración del IV, unos pantalones de Springfield para los que solicité una segunda opinión y el cartel de la calle Jean-Louis Valencien donde aparqué la moto de alquiler con miedo a no encontrarla después.

TU TÚ

Dice Agustín Fernández Mallo a propósito de su ‘Teoría general de la basura’ que si quieres conocer la intimidad de alguien fisgonees en su nevera. En la elección de tal queso, en la ausencia de salsas, en la predilección por primeras marcas o marcas blancas, hay más de uno mismo que en la biblioteca de salón de turno. Lo mismo pasa con las fotos feas.

Si quieres conocer a alguien, accede a su disco duro más anodino. Ahí también está la vida. Ahí también descansa, con humildad y discreción, un testimonio de nuestro paso por el mundo quizá más verdadero y hasta literario que la enésima sonrisa inspirada en frase de taza Mr. Wonderful.

Como en aquellas chaquetas olvidadas en un armario que un día te pones y te asaltan con volantes de bares de Huertas y entradas a películas que no ganaron ningún Oscar. Ese, también, eres tú. Probablemente, tu tú más tú.

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