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Blog / Capital de tercer orden

No éramos felices y no lo sabíamos

Por Eduardo Laporte

Quizá sobrevaloramos esa supuesta felicidad anterior que no hacía sino estancarnos más en un escenario de abrazos y sonrisas obligadas vendido como la nueva jauja.

Cuatro señoras con mascarilla sentadas en la Plaza del Castillo durante la crisis del coronavirus. Miguel Osés
Cuatro señoras con mascarilla sentadas en la Plaza del Castillo durante la crisis del coronavirus. Miguel Osés

Dice Moe, ese filósofo de barra, que los ricos no son felices. «Créeme, Homer, creen que son felices, pero no lo son». La cita forma parte de ese catálogo de sentencias más o menos discutibles, como todo lo pronunciado bajo los calores de la quinta cerveza. Como aquella otra, en este caso indiscutible, de «el alcohol es solución y problema al mismo tiempo».

¿Éramos felices y no lo sabíamos? Eso se sabe, coño. Nos dijeron en 2008 que se iba refundar el capitalismo y algunos se lo creyeron. Se refundó, sí, para seguir generando más contratos basura, más precariedad, más angustia existencial y más limitación de nuestras libertades. Porque el dinero no sé si da la felicidad, pero sí concede libertad, y sin libertad es difícil construir felicidad ninguna.

El mundo progresaba, la tecnología especialmente, qué barbaridad, pero los salarios seguían congelados mientras una cebolla en Mercadona —tengo la prueba— se acerca al euro. Y hay que comer cinco piezas —arg, odio esa palabra— de fruta al día, pasear dos horas, conocer cien pueblos blancos, ver todas las temporadas de las cincuenta series fundamentales y leer a los autores más descollantes no sólo del mundo sino de tu barrio. Porque ahora hay escritores hasta en Foralia.

¡Y meditar! La difícil no es meditar sino querer meditar, dice Pablo d’Ors en su ‘Biografía del silencio’. Nadie quiere meditar, por supuesto, porque supone ponerte contra tu propio espejo del alma, escuchar tus rumias más insolentes y dejar que se cuele el desangelado aliento de la verdad que hasta entonces habías conseguido mantener a raya.

Nos instalamos entonces, que mediten otros, en la velocidad. Abrazamos ese mundo feliz de diseño que consiste en vivir proyectado hacia fuera, replicando lo que hacen los demás para sentirnos únicos. Todo con tal de llegar al fin de semana, con suerte, para tener tiempo de hacer la compra, limpiar la casa, jugar un rato con los niños y, con suerte también, sacar un hueco para recordar al mundo, con la foto de una cerveza y unas aceitunas con hueso, lo felices que somos. «Aquí, sufriendo». No hay ironía, pero tampoco lo sabíamos.

Ay, el domingo. Pensábamos que el progreso nos libraría de esa sensación opresora que dio pie a aforismos como el de Ramón Eder: «El carácter se forja los domingos por la tarde». Pasan las décadas y el peso del domingo sigue allí, porque al día siguiente toca invocar de nuevo a Sísifo y subir la piedra otra semana más, para encontrarla el lunes siguiente en el mismo lugar. Joder. Hay que esperar, te dices, la vida es dura, recuerdas, y confías en que el año que viene, quién sabe, las cosas cambien. Mientras tanto, acudes cada día puntual a tu lugar de trabajo, igual que hacías cuando ibas al colegio, del mismo modo servil, hamsteriano, lidiando con el mismo tráfico, los mismos bostezos, la misma rutina apisonadora. Es lo que toca, porque los recibos no perdonan, te dices. ¿Teletrabajo? Desde el día en que se envió el primer correo electrónico debería haberse planteado como una opción conciliadora. Todo lo demás es barbarie.

En el metro, tren de cercanías o villavesa de turno, leeremos un artículo que habla de que la felicidad plena es posible. Albricias. Un estudio incluso ha detectado la edad a la que se consigue: 82 años. «La mirada se vuelve más libre y las vistas, más amplias y serenas», decía Ingmar Bergman sobre la vejez.

Quizá tuviera razón Moe, el del flameado de Moe, y los ricos creen que son felices, pero no lo son. Como nosotros. Por suerte, se nos ha ofrecido la oportunidad histórica de que nos llegue la relevación ahora y no mientras pelamos una pera en el silencioso comedor de la residencia de ancianos. Esa noche lúcida en la que un octogenario más descubrió que había vivido confinado toda su vida, sobre todo antes de ingresar en esa institución geriátrica.

No será fácil, pero será mejor.

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No éramos felices y no lo sabíamos