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Blog / Capital de tercer orden

Encerrados en "el puto tubo"

Por Eduardo Laporte

Este febrero se publica ‘Kúbrera-Voronya’, un relato sobre ese alpinismo al revés que es la espeleología y que nos ofrece paralelismos con la realidad en la superficie.

Sergio García-Dils, transportando material de buceo a -1.940 metros, cerca del Pozo del Milenio. (Foto: Denís Provalov).
Sergio García-Dils, transportando material de buceo a -1.940 metros, cerca del Pozo del Milenio. (Foto: Denís Provalov).

En ‘Apuntes para una película de atracos’ se nos despliega un Madrid poco conocido, esa ciudad subterránea a la que podríamos acceder a golpe de tirón de tapa de alcantarilla. Los butroneros se conocen bien ese mapa alternativo que subyace bajo nuestros pies y los caminos que llevan no a Roma sino al banco concreto en el que quieren dar el golpe. Como personajes de Francisco Ibáñez, aparecen en la rebotica misma dispuestos a llevarse toda la pasta de esos desprevenidos empleados de banca.

Pisamos la superficie como si debajo no hubiera nada. Miramos al cielo, a veces los balcones si muestran geranios, pero obviamos ese universo subterráneo que retrató Edgar Neville en ‘La torre de los siete jorobados’. En esa película se muestra un fantasioso Madrid bajo tierra y en ella participó, con sus pinturas oníricas, Gerardo Lizarraga, el olvidado pintor surrealista navarro de quien están previstas unas conferencias en el Museo de Navarra esta semana y que enlazaría de buena gana si el Museo de Navarra tuviera una web como Dios manda, con sus actividades y su información básica.

Pero volvamos al subsuelo y a ese viaje no ya a los distintos ochomiles, el K2 en invierno, sino a la cueva de Krúbera-Voronya, en Georgia, que sería el Everest de los espeleólogos, esos escaladores del descenso. Leyendo el libro de Gonzalo Núñez, que publica Almuzara con el subtítulo de ‘La conquista de la Tierra’, descubrimos un dato curioso. Si bien conocemos los éxitos de la humanidad en la parte del altius, es decir, ir para arriba, no está tan claro cuánto hemos ido para abajo. (Y esto parece una canción de reguetón).

Leyendo ‘Krúbera-Voronya’ y las andanzas del espeleólogo Sergio García-Dils, aprendemos que la lucha por conquistar esas cumbres invertidas apenas ha superado los dos kilómetros de longitud, una cuarta parte de un ochomil cualquiera. Fue precisamente a principios de siglo, apunta el autor, con la conquista de la cota -2000, en la misma Krúbera, lo que dio inicio a «la era de las supercuevas».

Aventureros de todo el mundo, como en su día acudían al Far West excitados por la fiebre del oro, se dan cita ahora en los remotos parajes de la región de Abjasia, en Georgia, epicentro del camino hacia el Hades, en esa ruta tan poco perforada si tenemos en cuenta que la Tierra tiene un radio medio de 6500 kilómetros. ¿Cuál será el siguiente récord? Las cumbres tienen un techo; el del viaje al centro de la Tierra es insondable.  

Ignorante en temas espeleológicos hasta esta inmersión, nunca mejor dicho, en la obra de Gonzalo Núñez, entiendo ahora el afán de tantos expedicionarios en llegar donde nadie llegó, en este caso, en dirección a la endosfera o núcleo terráqueo. Conquistados los polos hace más de un siglo por los Amundsen y compañía, alcanzadas todas las cumbres de la Tierra, quedan gestas oblicuas, como subir el K2 en invierno, con los riesgos que eso implica, como comentamos hace poco.

Uno de esos aventureros de lo profundo es el sevillano Sergio García-Dils, ‘recordmen’ de la era de las supercuevas que llegó a vivir dos meses bajo Tierra, en una gesta que explica lo penoso de esta lenta conquista del mundo subterráneo. Una vida en oscuras, sumergido en agua, en campamentos precarísimos a los que se llega tras superar, a buceo, galerías anegadas, completamente embarrado y soportando fuertes corrientes de aire las 24 horas de un día que es noche. Casi nada.

Y, como epítome de todo ello, «el puto tubo». Cuarenta centímetros de diámetro con forma de siniestro tambor de lavadora en el que aquellos espeleólogos que protagonizan el libro, entre los que se encontraba el sevillano García-Dils, estaban dispuestos «a morir en bloque». En su ruta hacia el nuevo récord, tenían que vérselas con esa oquedad infame, llena de estrías, por la que nadie había pasado antes, y que además de angustia ofrecía la incertidumbre. ¿Acabará algún día? No había plan B, en cualquier caso, así que el grupo de seis temerarios saltó al vacío. Sólo a la postre calibrarían el reto: trescientos metros de gatera, toda una torre Eiffel de tortuoso camino en el que no se contempla un cierre imprevisto de la galería, ni la muerte accidental de ninguno de ellos, pues taponaría cualquier tentativa de regreso. O una crecida del agua, que los ahogaría a todos sin clemencia.

«Yo ahí no me meto», había dicho en su día el aventurero Jesús Calleja, que en esos mismos pagos viviría los días más angustiosos de su carrera.

Pero Sergio y su tropa sí lo hicieron. Atravesaron ese «puto tubo» y ensancharon aún más los límites de la superación del ser humano. Pasado el mal trago, bautizarían aquella angostura de un modo más poético: el Camino del Sueño.

No se me ocurre mejor imagen para ilustrar esta época que nos ha tocado vivir. Un puto tubo, precedido de coprolitos, es decir, mierda congelada y fosilizada, que sin embargo no tenemos otra opción que atravesar. No hay plan B. Sólo internándonos en él veremos la luz al final de nuestro particular túnel, aunque nos hallemos en las oscuridades abisales más cerradas. Ya estamos más cerca, pues, de convertir esta pesadilla en un sueño más luminoso.

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