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Blog / Capital de tercer orden

Elogio de la periferia (con moto)

Por Eduardo Laporte

Antaño defensor a ultranza del centro, la vida me ha llevado a amoldar mi posición al respecto a y descubrir el discreto encanto de la lejanía.

Carretera sin apenas tráfico en la entrada a Barcelona por la Autopista del Vallés el día en el que entra en vigor la limitación total de movimientos salvo de los trabajadores de actividades esenciales, medida adoptada ayer por el Gobierno como prevención del coronavirus. En Barcelona (Catalunya, España) a 30 de marzo de 2020.

30/03/2020;COVID-19;CORONAVIRUS;CONFINAMIENTO TOTAL;ESTADO DE ALARMA;PANDEMIA;ENFERMEDAD;CRISIS
  (Foto de ARCHIVO)

30/3/2020
Vista de una ciudad desde las afueras.

Dicen por ahí que en Madrid cada vez hay menos niños en el centro. Cada vez que paso por la plaza del Reina Sofía, hoy Juan Goytisolo, me alegro de ver a niños jugando al balón.  Y qué envidia esos niños jugando al balón, siempre espero que me caiga la pelota a los pies; debería haber parques para adultos. Hay que escapar de la espiral de las cañas, joder, todo en Madrid es cañas, libros o cañas, hasta los webs de esas dinámicas. Juguemos al balón. En un parque. Sin quedar.

El centro. ¿Quién puede vivir hoy en el centro? La vivienda se encarece que es una barbaridad y en las calles hay buses turísticos, maletas con ruedas, museos con filas enormes, restaurantes indios, bares con vino a precio de champán y un ruido humano, figurado y literal, que empieza a dar pereza.

La diáspora es por un lado económica, pero también hay una búsqueda de otros campos mórficos, por no hablar de otros servicios. Plaza de garaje. Jardín de infancia. Parque. Terraza. ¿Qué sociedad monstruosa hemos creado en la que un pedacito de sol y cielo es un privilegio reservado a unos pocos? No hicimos caso a Le Corbusier con su unidad habitacional y así estamos. Esas viviendas incluyen un patio interior diseñado para dormir en él las noches de verano marsellés; eso es calidad de vida y no esas uvepeós de medio pelo, coño.

Los centros de las grandes ciudades se plastifican. Se van convirtiendo en no-lugares pensados para el turisteo, la gastronomía y los espectáculos. ¿Casa eso con la vida? Para mí la vida era cruzar el paseo de Sarasate para ir a casa de mis abuelos. Comprar el pan en Arrasate, san Antón kalea, e irme andando a la piscina, al colegio, a la Vuelta del Castillo a andar en bici o cazar tritones, o  jugar a baloncesto en esas canchas famélicas donde hoy se levanta la estación de autobuses. Un tipo de vida cada vez más exótico en los centros de las grandes ciudades, en las que los padres con niños cobran rango de reserva aborigen de Australia que hay que proteger como bien exótico.

OASIS PERIFÉRICO

Quizá toque asumir la parquetematificación del centro-centro de las grandes ciudades, quedando como barrios más vivibles los inmediatamente cercanos a esa famosa ‘almendra’ neurálgica, véanse los argüelles, chamberises, embajadores, legázpises, pacíficos y bravos murillos. Claro que vivir dentro de la M30 empieza a ser algo reservado a una burguesía cada vez más pudiente y lo que antes eran barrios normalujos se consideran joyitas urbanísticas.

En cualquier caso, desde que dejé de vivir en el centro de Madrid, espantando por sus alquileres cuestarriba, lo vi como una pequeña derrota. Yo era un animal de centro que despreciaba con altivez a todo aquel que no pudiera ir a pie a tomarse unas cañas a la plaza Santa Bárbara. Pero maduré o, propio de mí, acomodé la realidad a mi discurso. Y le saqué punta.

Porque este domingo pasado, desde el mirador del parque de las Siete Tetas, en el corazón de ese Vallecas que denuesta Pablo Iglesias, sentí una nueva paz rayana en la euforia (moderada) en el que es mi nuevo barrio. Contemplaba Madrid con la paz de quien se retira del bullicio, de ese zumbido humano que te impele a salir, a beber, y a abandonar de nuevo esa plaza fuerte tan apreciada como escurridiza de tu escritorio.

De pronto, con una jarra de cerveza y la prensa dominical en papel, con Madrid a mis pies y un inesperado y cálido sol de primeros de marzo, me sentí liberado. Lejos de los tentáculos sociales, esos que te presionen para que bajes, para que te tomes sólo una, para los cuales, en ausencia de hijos a los que cambiar los pañales, no tienes excusa más allá de una meliflua trola que por otra parte no utilizas porque no te gusta mentir.

Uno pensaba que la periferia era el destierro y ahora lo ve como un oasis. Un micromundo a tu medida, sin el artificio de los barrios donde la vida se extingue, en el que poder disfrutar esa solitariedad, que diría un pedante, sin pagar un hipotecón por ello. Porque frente al discurso jeremías imperante —no exento de razón en el tema del alquiler— aspirar a una propiedad en determinados barrios no es una utopía. Se habla demasiado poco de esto. Nos gusta la botella no ya medio vacía, sino rota.

A cinco paradas de Atocha o diez minutos en moto, elemento clave también en esta alabanza de lejanías y menosprecio de centro, la vida se ve de otra manera, mejor si me apuras. Luego está la perspectiva de que Mahoma venga también a esta montaña. Y que de uno se funda cada vez más con un paisaje humano a priori extraño. Pourquoi pas?

Perdón por no amargarte la vida con esta columna. Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir.

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Elogio de la periferia (con moto)