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Blog / Capital de tercer orden

Elogio del invierno

Por Eduardo Laporte

Sting decía que era una «persona de invierno», una estación «llena de magia». Y tú, ¿de qué estación eres?

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Monte Txangoa. Enero de 2017. FOTOS: JAVIER MARRODÁN

Nunca hubiera pensado que llegara a gustarme el invierno, estación tradicionalmente vilipendiada por este que escribe, una suerte de jarabe del calendario que había que consumir a disgusto —como aquel aceite de hígado de bacalao que el doctor Santamaría me recetó y que sabía a rayos— para dar paso a otras fases más amables.

Quizá el invierno en Pamplona, no sé el de Lisboa, fuera especialmente duro. De niño, empezaba en octubre —como el de Robinson en una Pamplona nevada y ficticia de 1687— y acababa cuando se instalaba el barquillero del paseo de Sarasate y empezaban las corridas de toros en Canal+ a finales de marzo. Desde la ventana con San Cristóbal en frente, uno veía al tiempo hacer su trabajo, mientras las dos torres solemnes, casi minerales, de San Nicolás y San Cernin, se mantenían impertérritas por encima de los años.

La llegada de Donan Pher, emperador del bolígrafo, significaba la culminación del buen tiempo, que llegaría al paroxismo el 6 de julio a mediodía, y el certificado de defunción irrevocable de cualquier cosa parecida al invierno. También desde esa ventana veía el humillo del cohete, con el monte de fondo, ajeno a los festejos por venir, un poco como yo mismo.

Pero el invierno era la no estación. A mí no me parecía llena de magia ni la estación de la imaginación y los fantasmas, como decía Sting. De pequeño y apenas en mi primera juventud no supe sacarle unos matices que sí lograba un Sánchez-Ostiz que tenía mi edad actual cuando escribió su dietario Correo de otra parte. Allí dice que el mal tiempo amenaza por fuera pero «la primavera está dentro de casa, en la luz del sol que ilumina algunos cuadros que en invierno se muestran de otra manera».

LO NORMAL

El invierno en Pamplona era lo normal, lo que se supone que debe de ser el tiempo, el mundo; la borrasca limitaba los planes y con ello la vida, que se mantenía languideciente como un cirio de parroquia. «Sabes que en invierno se vive bien, como en primavera», canta Battiato en ‘Alexander Platz’ y eso me costó entenderlo, aunque ahora en la memoria compruebo que también vivíamos bien.

La tía Te volvía de Salou, donde el invierno, arrealista, sí que era un asunto serio en una ciudad estacionaria y fantasmal en el peor sentido de la palabra; dormíamos entonces a veces en casa de los abuelos y ojeábamos un libro gordo de José Joaquín Arazuri, donde uno encontraba el refugio de sentir su ciudad como un universo en el que instalarse quizá para siempre. Un poco como el invierno en el que nos instalábamos, un poco para siempre, sabiendo que al final pasaba.

El año pasado le hice una finta al invierno y lo viví en Lanzarote. Pensaba que en Canarias se vivía un verano constante, pero no. Hay ondulaciones en el clima y temporadas más benignas que otras; pero no faltó semana en que no nos reuniéramos —porque entonces sí tuve cuadrilla fija— en los bares exteriores de El Charco, Arrecife, hasta el principio de la madrugada. O que cenáramos, a finales de enero, en mi terraza, burlándonos de las estaciones y esa península remota que, a la altura del sur de Marruecos, se ve como a un padre que no te hace caso. Le hice una finta al invierno, decía, pero lo eché de menos.

TIEMPO DE SILENCIO

Nada me apetecería menos que ser de San Sebastián y tener que enfrentarme al jolgorio institucionalizado de una tamborrada pocas semanas después de las siempre excesivas Navidades. Tampoco me gustan los carnavales de un febrero que no invita a disfrazarse, al menos del modo en que nos disfrazamos ahora, dentro de una cultura del garrafón y del reguetón que hay que ser muy joven para aguantar.

No quiero tambores en invierno ni música de todoacién porque el invierno es un tiempo de silencio, de digerirlo el resto del año, para luego sentirlo más. De purgar el exceso de estímulos para poder, como Jean-Baptiste Grenouille, de El perfume, disfrutar paladeándolos. Vivimos en la era de la bulimia experiencial, no puedes plantarte el lunes en la oficina si durante el finde no has ido a un Escape-Room, comido judiones de la Granja en Segovia o cenado en un restaurante con ópera entre plato y plato así como practicado esquí alpino cuando el propicio sería, nunca mejor dicho, el esquí de fondo. El capitalismo no puede persuadirnos de que nos retiremos y nos quedemos en casa cultivando la vida interior o paseando por el Retiro porque el mundo estallaría. Pero, con un poco de habilidad, puedes instalarse en la fisura.

«He comprobado que la mucha cantidad suele ser un buen síntoma de la poca o escasa profundidad», dice el protagonista de El olvido de sí, de Pablo d’Ors, tras poner en tela de juicio el exceso de lecturas, el exceso de viajes. «Cuantas más gente o libros se hayan conocido o leído, tanto más largos y profundos han tenido que ser los silencios que han debido seguir a esas lecturas o conversaciones para que todo eso haya podido dejar algo tras de sí», leemos también.

Dejar algo tras de sí. La criba de la propia vida. De pequeño no me gustaba el invierno; aún no le había encontrado el sentido.

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