• viernes, 29 de marzo de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

El silencio de Madrid: un 15 de julio en Pamplona

Por Eduardo Laporte

Horas antes del toque de queda sanitario de un sábado de marzo, un paseo por un Madrid desnudo es algo tan raro como inesperado.

Plaza Mayor de Madrid completamente vacía por el estado de alarma decretado por el coronavirus.
Plaza Mayor de Madrid completamente vacía por el estado de alarma decretado por el coronavirus.

El último Consejo de Ministros hacía presagiar algo parecido al estado de excepción, versión dura de ese estado de alarma donde no nos dejan hacer nada excepto ir a hacer la compra e ir a trabajar, o sea, bastante. Pero yo me quedo en casa porque es lo que llevo haciendo media vida, además.

Por una llamada no sé si profesional y previendo que era entonces o nunca, cogí la moto y me planté en Callao en un ejercicio de inmersión periodística que podríamos llamar arrealista. Allí no había turbamultas que sortear, eslóganes que recoger, ni historias de refugiados que albardar posteriormente de humanidad para solaz del lector. Qué pereza me dieron siempre los corresponsales de guerra; pocos oxímoros mayores que el de macho alfa y periodista.

En los talleres literarios dicen que para escribir hay que usar más sentidos que el de la vista. Mostrar el olor, el tacto, el gusto, incluso, de las cosas. Lo que más me impacta de este Madrid sin turistas, sin tiendas, sin fast fashion ni fast food, sin putas tampoco por Montera, con un sol también inefable mientras dura el invierno, es el silencio. Un silencio que en realidad es una ausencia de ruido que permite oír cosas tan fundamentales como el rumor de la fuente de la Puerta del Sol, el piar de unos pájaros que merodean, sin entender nada, la poco concurrida estatua de Carlos III o incluso unas campanas conventuales lque hacen pensar en otros días de silencio atroz, yo que sé, el 4 de mayo de 1808.

El silencio permite escuchar, también, la música. Como la de un anciano centroeuropeo que desafía a los virus tocando al violín, en la esquina de La Mallorquina, Para Elisa. Los pocos transeúntes desubicados que por allí vagamos somos ahora oyentes privilegiados de esa música regalada. Siento gratitud por estar bien, por estar vivo, y aparece ante mí el autobús de la Cruz Roja para donar sangre en la que una vez me denegaron los leucocitos por estar estos regados en zumo de endrinas, a quién se le ocurre. Me informan amablemente de que tampoco va a poder ser. La actividad, excepto en los hospitales desbordaros, con sanitarios que desafían a la hipomanía, se detiene en todas partes de este Madrid que juega a ser Comala. Excepto en uno de los cuatro quioscos del centro de las españas que permanece abierto.

El quiosquero me roza con la mano. Mi hasta entonces escepticismo vírico se deja alimentar por una cierta paranoia no del todo infundada. Quizá mi reporterismo-flâneur de poca monta tenga hasta su cariz épico. Creo que no me apetece engrosar la lista de pacientes del 12 de Octubre. Tras semanas anunciando que llevaría a cabo una suerte de #neocuaresma, es decir, de reclusión voluntaria y apartamiento social hasta el Lunes de Pascua, asisto con perplejidad al fenómeno de retiro global y, por desgracia, forzoso.

El escenario postnuclear convive con los ‘riders’ de Glovo, a los que nadie aplaudirá a las ocho de la tarde, y aquellos establecimientos que proveen al estómago de sus demandas. Ahí está ese Museo del Jamón abierto de par y par que recuerda a los cuatro guiris que aún colean que antes muertos que desnutridos de grasuces marca España. En la plaza Mayor, se agradece la ausencia de ese otro ruido, visual en este caso, como es toda esa familia de los spidermanes, mariobroses y jomersimpsons que ocultan a ese inmigrante que prefirió eso a jugarse la columna vertebral repartiendo pizzas a domicilio a cinco euros la hora. Si no sonara frívolo, diría que siento un acceso stendhaliano con esa plaza sin paellas recalentadas, mercachifles y buscadores de baratijas de la aldea global. Un señor que alimenta a las palomas y una caricaturista que me ofrece una caricatura. Creo que no es el mejor día, le digo. Además, ya estoy mayor. Se le muy joven, me contesta y no soy de discutir los piropos. Gracias.

No todo es silencio sino también un olor a pis penetrante que procede de los soportales y temo contraer virus aún no descritos. «El papel higiénico y el alcohol, nos ha jodido, se llevan todo lo bueno», malcanta un clochard moribundo.

Pienso también en los Sanfermines, no por el mítico tufo a orines, sino por el silencio del 15 de julio. Necesitamos el estruendo, los chupinazos, las dianas, las verbenas, la peña del Bronce y la del más allá, las joticas de la tómbola, el Riau-riau, los txistus y el musicote tremebundo y bisbaliano de los bares de trueno. Pero sobre todo este silencio que, bien escuchado, algunos apreciaremos como sagrado en medio de los ruidos venideros.  

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El silencio de Madrid: un 15 de julio en Pamplona