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Blog / Capital de tercer orden

El día que doné médula ósea

Por Eduardo Laporte

Cuando se trata de salvar vidas, hay que dejar la discreción a un lado: se necesitan donaciones y es preciso conocer un proceso tan sencillo como gratificante.

Dos personas unen sus manos en gesto de solidaridad.
Dos personas unen sus manos en gesto de solidaridad.

Para Paco Umbral, el momento más importante de su carrera fue la noche en que llegó al Café Gijón. En ese local del paseo Recoletos se encontraba su futuro y, lo que es mejor, su presente. Ahora que vivimos en el desparrame social, cultural, digital, real, sería difícil establecer un día parecido.

Así que pienso que el día más importante no tuvo que ver con mi carrera, sino con la de otro. Con su futuro, con su presente, con la vida del enfermo de leucemia que recibió mi sangre, mi ADN, mis células madre, mi tuétano, que eso y no otra cosa es la médula ósea, el liquidillo que se encuentra en huesos largos como los de las vértebras.

Más que un día importante, fue el primer día que me sentí importante. Servía, por vez primera, para algo concreto. Uno puede escribir libros «necesarios», que se dice ahora, pero ninguno te salva, literalmente, la vida.

Así lo dije en una entrevista que nos hicieron hace unos días los de la Fundación Josep Carreras para promover nuevas donaciones. «Me sentí importante», dije ante la cámara. Una importancia que no residía en mí, sino en mi capacidad de dar. En ser importante para los demás. ¿Puede haber algo más prodigioso? Lo que das te lo das, lo que no das te lo quitas, dice Jodorowsky.

Algo aprensivo, a ratos hipocondríaco y no precisamente un macho alfa, la idea de ser aguijoneado por jeringas para elefantes por la base de mi espalda no era algo que me hiciera muy feliz. No tenía, como tantos, ni idea. No sabía que el proceso era no te digo inocuo pero casi, como un donar sangre a gran escala.

Unos días de tratamiento personal, con unos pinchacitos en la tripa del mismo modo que los diabéticos para que las células madre de la médula salten al torrente sanguíneo para que, mediante aféresis, se puedan extraer las células que serán donadas. A nadie le arrancan un trozo de médula espinal (no tiene nada que ver), ni te masacran a pinchazos a discreción. Unas horitas enganchado a una máquina extractora, que yo pasé viendo la tertulia de Ana Rosa y dormitando a ratos, siempre fenomenalmente atendido por las enfermeras del Gregorio Marañón.

Te tratan bien. Te hacen sentir, un poco, un héroe. Como apenas lo sabe nadie, no te desagradan esas caricias al ego. Te sorprende, de todas formas, ese trato tan amable, tan fuera de cualquier rutina protocolaria. «Sois muy pocos…». No logras entender que en un país que cada día llena sus calles con manifestaciones a favor de esto y en contra de lo otro, cuyas redes sociales son un ejemplo día sí día también de la ejemplaridad pública y la hipercorrección política, a la hora de la verdad haya gente que pierda la vida porque no ha encontrado un donante compatible.

LLENAD LOS BANCOS

Gente como Jimena Bañuelos, a la que conocí el otro día en la grabación de las entrevistas, lo puede contar gracias a, en este caso, un donante del que sólo sabe que es alemán. Tenía 21 años cuando le detectaron leucemia. Con 22 se curó, gracias a esa sangre compatible, amiga.

Su gratitud la contó en un libro cuyo título lo dice todo: Aún tengo la vida. Ahora, con 34 años, todos los días se acuerda de que alguien decidió ser, por unas horas, generoso. Nunca salvar una vida fue tan fácil y no lo sabemos. Porque lo que es difícil es encontrar sangre compatible, Pablo Ráez, que en paz descanse, lo supo, y los bancos de donantes deberían estar llenos, pero no lo están.

Al conocer a Jimena, receptora, me pregunté si mi sangre habría llegado a buen puerto. Antonio, donante, nos contó que llamó a la Fundación (Josep Carreras) para saber qué había sido de su paciente y que le dijeron que estaba sano como una rosa en primavera. «En el peor de los casos, al menos tienen una última esperanza», nos dijo Pilar Peña, del Centro de Transfusión. ¿Qué habría sido del mío? La idea de escuchar un: «Lo siento, pero no hubo suerte», no me apetecía lo más mínimo, así que opté por el beneficio de la duda.

Por suerte, los humanos podemos cambiar de opinión. Cambié la mía respecto a no dar publicidad al acto altruista, como si este se adulterara al ser compartido. Nada más ridículo que la ostentación de la solidaridad, pero más ridículo aún es esconder una acción que, de repetirse, puede salvar una vida. Y cambié mi opinión sobre el saber o no saber y llamé a Cecilia Montesinos, que me tuvo unos segundos en espera mientras revisaba los archivos para decirme que «teníamos muy buenas noticias»: el receptor había superado el primer año tras el trasplante —el crucial; pueden darse varios tipos de rechazos— y el segundo, así que el éxito había sido total.

La felicidad fue tan grande que decidí hacer proselitismo de la donación y escribir este artículo, pecar de ostentador de la solidaridad pero sobre todo animar a que al menos otra vida sea salvada. Es importante. Para mí, el día que doné médula ósea lo fue y el día que supe el trasplante de células había sido un éxito, lo fue más aún. Esa sensación me acompañará siempre, de un modo tan intenso que uno se pregunta si más que solidaridad es egoísmo, tanto que donaría una y mil veces.

Yo ya no puedo donar más veces, pero tú sí.

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El día que doné médula ósea