• jueves, 28 de marzo de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

Derribemos la Pamplona ramplona

Por Eduardo Laporte

Del 3 al 7 de octubre se celebra la Semana de la Arquitectura, ocasión idónea para analizar el paisaje urbano que soporta la ciudad

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Edificios de Pamplona.

Hay algo de terapéutico en tirar, derruir, derrumbar, asolar, borrar, destruir, aniquilar, desintegrar, descuajeringar, por usar un navarrismo, lo que sea. Lo que nos molesta o es un lastre. En ‘The Suburbs’, de Arcade Fire, escuchamos unas líneas maravillosas: When all the houses they built in the seventies they finally fall, que viene a decir: «Cuando todas las casas construidas en los setenta caigan finalmente».

Realmente no sé a santo de qué lo dice, porque si en algo soy bueno es en no entender las letras de la música anglosajona, pero me encanta la posibilidad que ofrecen esas líneas. Un escenario liberado de las miserias arquitectónicas del siglo que mató a Dios, ensalzó la razón pura y dejó por el camino millones de muertos absurdos en guerras igualmente absurdas que vomitaron después el posmodernismo deshumanizado y practicón que aún padecemos.

Entre las actividades organizadas por el COAVN para esta Semana de la Arquitectura, tendremos ponencias como ‘Los arquitectos no hacen sólo arquitectura’, que se celebrará por cierto en una curiosa —y eusiana— ubicación, el renovado bar Bahía. Pertinente título, pues si hay un arte, una creación, o un elemento generador de universos físicos y por tanto mentales, es la arquitectura.

Claro que la arquitectura es, como tantas cosas, causa y efecto de un estado mental determinado. El fascismo no surge por los edificios de estilo fascista, sino que los edificios de estilo fascista se proyectan para preservar ese estado mental, ‘zeitgeist’, que diría un pedante, y a su vez generan nuevos estados mentales.

En la era posfascista, ahí siguen sus calles, sus aguiluchos encaramados en las azoteas solo al alcance del insólito ‘flâneur’ del Primer y Segundo Ensanche de mirada ávida, sus portalones de estilo limpio y vidrioso, sus yugos y flechas, su idea de España en lo material, inserta en cada ladrillo, que heredamos como quien hereda la grafía de su padre. Lo queramos o no, cala. El arte es efímero; la arquitectura, no.

LA PAMPLONA RAMPLONA

Se cumplen cincuenta años, en el capítulo de efemérides hipermegalocales, de la venta de los terrenos donde Osasuna jugaba sus partidos, en San Juan, para que a partir de 1967, mientras los Beatles publicaban su Sgt. Peppers Lonely Hearts Club Band, pasaron a celebrarse donde el río Sadar.

Veo la foto del periódico que acoge la noticia y detecto, ay, el inicio de la ramplonería. ¿Cuándo empezó a joderse todo? Dice Julio Caro Baroja en sus —recomendabilísimas— memorias, ‘Los Baroja’, que en 1950. Llegó el petróleo y con él, el plástico y con el plástico lo barato, la producción en serie de lo barato, y un cierto deseo de tener más plástico que nadie. El plástico era cómodo, lo moderno, al bienestar se llegaba a través del plástico. El mundo nuevo era de plástico.

A partir de 1950 se entra en una época distinta a la posguerra que ignoro si algún historiador lúcido bautizó de algún modo, pero que podríamos denominar ‘mesofranquismo’. Tras la pacificación a la fuerza, con una represión del carajo, quedan cuatro maquis en las montañas y los comunistas controlados en la clandestinidad, en la cárcel o en el garrote vil. Es tiempo de progreso.

La ideología, insuflada también en la arquitectura, como demuestran la magnificente construcción del valle de los Caídos en la sierra de Guadarrama, pero también el de Pamplona, edificado en 1942, se suaviza en favor de la economía. Algunos, como la familia Huarte, se enriquecen con ello. En 1952, compran las tierras del Señoría de Sarría y montan una bodega, nuestro particular Falcon Crest. Mientras, crecen como setas en la sierra de Aralar barrios de nueva construcción, que acogen al éxodo rural navarro y crean una periferia de feísmo como consecuencia de la rápida y mala asunción de las masas humanas.

DESARROLLISMO DE ANDAR POR CASA

Surge así un paisaje urbano que ya no se basa en la perpetuación de las esencias del régimen, como el edificio España, en la homónima plaza de Madrid (1948-1953), sino que busca un bienestar de medio pelo para la población, mayoritariamente obrera. Sopicaldo tibio de pollo arquitectónico para unas ciudades que antes fueron testigos de la experimentación de un arquitecto audaz como Eusa, considerado por algunos, quizá demasiado generosamente, el Gaudí pamplonés.

En lugar de Eixamples —aburridos por otra parte—, surgieron en Pamplona, como en todas las ciudades de España, caso especialmente sangrante en el interior del País Vasco, engendros arquitectónicos e industriales donde lo práctico sustituyó a lo divino, y sin lo divino no hay belleza posible, creas o no en Dios. En Pamplona, cierta zona de San Juan que siempre me dio ganas, literales, de llorar.

Claro que igual es por la cercanía del tanatorio Irache, que no me genera precisamente buen rollo. Toda la avenida Bayona, esa parroquia de la Asunción, la calle Martín Azpilicueta entera, Azpilagaña toda ella, con sus ríos egas, argas y aragón, que hacen al Ebro varón… lo dinamitaría todo, a lo bestia, derribón y cuenta nueva.

No me desagrada cierta parte, más estilo colonia-jardín pero sin  jardín, de la Milagrosa, como la calle Goroabe, pero la Milagrosa en general también la mandaría al otro barrio del mundo de la construcción. Y el 99% de las ciudades dormitorio de Pamplona, siendo Burlada la primera en desaparecer de los planos y Barañain la segunda. Villava la respetaríamos por Induráin y porque tiene cierto encanto en su poquez. Las torres de Sancho el fuerte que dan la Vuelta del Castillo también pasarían a mejor vida sin contemplaciones. Para el barrio San Jorge se emplearían métodos más expeditivos, como el uranio-235.

Derribemos la arquitectura de andar por casa, esa que nos recuerda a tortillas francesas tristes y a meriendas de galletas María y café descafeinado soluble. Derribémoslas a golpe de demoledora futurista y demos trabajo a los cientos de arquitectos jóvenes necesitados de él, al tiempo que renovamos el paisaje de nuestra ciudad. Y como esto no es posible, derribemos al menos su significado, esa comodidad tibiorra y de bata de Alonso que es la enemiga de cualquier aventura, enemiga por tanto de cualquier tentativa de felicidad.

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Derribemos la Pamplona ramplona