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Blog / Capital de tercer orden

Cuando fui ludópata

Por Eduardo Laporte

La mitad de los adolescentes navarros le pega a las apuestas deportivas; además de ilegal, no deja de ser preocupante

Una máquina de las conocidas como tragaperras en un local de Navarra. ARCHIVO.
Una máquina de las conocidas como tragaperras en un local de Navarra. ARCHIVO.

Un estudio de la Fundación Caja Navarra —ese vestigio de lo que fue en su día una entidad saneada, antes de que cuatro iluminados se la cargaran— arroja un dato arroja un dato que genera cierto alipori. El 48 % de los jóvenes navarros de entre 13 y 15 años reconoce haber jugado a las apuestas deportivas en el último año. Teniendo en cuenta que en estos estudios realizados a partir de encuestas se miente más que habla, el dato real podría subir al 66’6 %, con lo que podríamos aventurar que dos tercios de los jóvenes navarros son carne de cañón de ludopatía.

Como si no hubiera suficientes riesgos en estos tiempos líquidos, hiperconectados, nebulosos, habría que sumar ahora este tipo de tentaciones a ese territorio comanche que es la primera juventud. Etapa crucial en el desarrollo del chaval, todo se forja en esos años cruciales. Es entre los 13 y los 17 cuando los jóvenes se exponen al bullying en sus versiones más crudas, pero también al despliegue de las distintas manzanas del Paraíso que aceleran, vía atajo, el paso de la infancia a la madurez. Tabaco, drogas blandas, drogas duras, alcohol y juego. La prostitución, al menos en mis tiempos, no se estilaba. Aunque sí teníamos un compañero, aún en el colegio, que se enorgullecía de ser un consumidor habitual del oficio más antiguo del mundo

Vivíamos rodeados de las pasiones tóxicas de mayor voltaje. Muchos se quedaron tocados para siempre. Llegaban a trapichear y su dieta de estupefacientes no envidiaba en nada a la del Maradona napolitano de domingo a jueves, que era cuando no competía y se dedicaba a los vicios. Si bien éramos habituales de bares como Los Portales, que inauguramos a edades tan tiernas como los quince años, algunos supimos esquivar la moda de los tripis, las pastillas y demás química lúdico-festiva.

Durante los recreos de COU, valga el arcaísmo, salíamos fuera de los límites de nuestro colegio-fortaleza, y se estilaban los pinchos de tortilla-mazacote del Danubio, donde echaba chispas una máquina tragaperras, la del dragón. Había dos que lo petaban entonces, la del dragón y la de la escalera. Y si me enganché ligeramente a esos «juegos de azar» fue porque tenían algo de juego, es decir, retaban a tu inteligencia y eran algo más que melones, cerezas y piñas Jofemar en danza. Claro que dicen los expertos que si alguien se engancha a las maquinitas tiene mucho de culpa el «refuerzo intermitente», es decir, pierdes cuatro y ganas una. La excitación ante esa quinta partida ganadora, que sabes que llegará, pero nunca cuando, es lo que genera la segregación de dopamina, endorfinas, serotonina, melatonina y demás mandangas cerebrales del placer.

En nuestro caso se daba, además, la fundada sensación de que podíamos con la máquina. Concretamente, la del dragón, en ese doble o nada acompañado de una musiquita desquiciante. Varios compañeros, de los que guardo grato recuerdo y que darían para novela de Marsé, habían logrado encontrar el punto exacto en que la melodía coincidía con lo de doble. Desfilaban muchas monedas de cien en aquellos recreos.

Engorilado con el asunto, decidí investigar yo mismo las posibilidades de ese Eldorado a mi alcance, y hete aquí que me iba cada tarde, con el uniforme del colegio aún, a un salón recreativo llamado Fort-Knox, quizá por las reservas de oro que almacena dicha base militar. Jugaba alternativamente al dragón y a la escalera, tanto como dar por buenas, económicamente, mis sesiones. El truco del doble o nada daba gasolina, pero el verdadero objetivo estaba en el premio gordo, las diez mil flamantes pesetas. Había quien se las había llevado entre mis compañeros. A veces «pitaba». Era cuestión de estar ahí, como Indurain, y que salieran, un, dos, tres, esos dragones como de logo de los skates de Steve Caballero.

SON DIEZ MIL

Uno se apostaba ahí, en la soledad del juego, con la cajetilla de Chester y el Zippo bien a mano, y se pasaba el rato feliz, pero también con la congoja de quien sabe que está alimentando un monstruo. «Cuando me lleve las diez mil pelas, me planto», me dije. Y un martes soleado quizá de febrero, zas, cayeron. Aún recuerdo el estruendo de aquella lluvia dorada, con perdón, cayendo sobre el cajetín metálico y el apuro de que me pidieran el carné, siendo, claro, mi uniforme del cole me delataba, un estudiante menor de edad.

Pero nadie me dijo nada en la garita, y cambiaron aquel botín metálico en dos billetes rosados de cinco mil, aquellos en que salía Cristóbal Colón con cara de triste. Contento por ese lucky strike, decidí que convertiría el vicio en virtud. Así que, al día siguiente, me acerqué a deportes Irabia de Conde Oliveto, que sigue ahí cual dinosaurio deportivo, y me pillé dos pesas de tres kilos. Cada mañana, durante buena parte de mi juventud, realizaba la tabla de ejercicios que incluía.

Nadie supo de mi efímera adicción al juego. A nadie conté aquella corta entrada y salida en las inmediaciones de la ludopatía. Consciente de mi potencial adicción a las adicciones, corté por lo sano antes de que fuera demasiado tarde. Supongo que, a pesar de mi juventud, algo me conocía a mí mismo. Nunca he vuelto a jugar ni he sentido interés por esos mundos, pero si tuviera un hijo, me mantendría ojo avizor por si le diera por ahí. Y también me cuidaría de dejar que saliera solo de aquel agujero, porque esos triunfos íntimos luego te acompañan de por vida. Claro que sí no caí, en ese y otros pozos, fue porque en mi entorno familiar encontré referentes que me recolocaban, sin decir nada, en el camino adecuado. No todos tienen esa suerte.

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