• jueves, 28 de marzo de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

El castigo más simple

Por Eduardo Laporte

En toda España, hay unos 65.000 presos en distintas cárceles; no estaría de más que conociéramos, de primera mano, esa realidad alternativa: son parte de la sociedad.

Carcel-exterior
Una cárcel vista desde el exterior.

Nunca conocí por dentro la vieja cárcel de Pamplona, derribada a finales de 2012 tras 105 años de historia, aunque me daba algo de morbo fisgar desde lejos esa vida oscura y en suspenso. Siempre he tenido esa sensación de asignatura pendiente: bucear un día en ese universo alternativo.

Durante los años difíciles de la crisis, fantaseaba con amigos —y permítaseme la frivolidad— con cometer algún delito menor para pasar una temporada en la trena. Libres de obligaciones, de cuotas de autónomos, de rentas de alquiler y demás molestias del trato humano, tendríamos por fin el tiempo suficiente para abordar la escritura de nuestra gran obra. Y, de paso, conocer de primera mano esa isla artificial con barrotes en vez de palmeras que es toda prisión.

Sin necesidad de atracar ningún banco —¿qué delito elegirías?— la semana pasada tuve oportunidad de conocer, desde dentro, un centro penitenciario. El de Tahíche, en Lanzarote. Una cárcel dentro de una isla tiene algo de aislamiento doble. Un encierro al cuadrado; si uno consiguiera escapar, tendría que sortear ese otro obstáculo y refugiarse en algún islote, Alegranza, Montaña Clara, el Roque del Este, La Graciosa, de ese archipiélago Chinijo, norte de Lanzarote, que me quedé sin conocer por cierto.

Me ofrecieron hablar de mi último libro a los presos de esa cárcel y contarles mi experiencia como escritor y demás. Dije que sí, claro. Luego no supe bien cómo preparar la charla y temí una de esas experiencias en que uno se prepara una intervención muy sesuda y bien hilvanada de la que luego tiene que prescindir porque se encuentra con un ambiente distinto, en el que no procede ese parapeto académico.

Era un reto enfrentarme a esa audiencia, no tanto porque no fuera el público habitual, sino por no conseguir conectar con ellos. Improvisaría. Y me puse a hablar de ‘La tabla’, que contiene esos símbolos tan válidos para todo el mundo, y de cómo en la vida había que seguir remando para no hundirse. Y de cómo si uno se va hundiendo, o dejando llevar, puede llegar a hacer cosas que uno no se imaginaría. Sin querer, parecía que les estaba dando lecciones de vida, yo, un pipiolo urbanita, que no había robado en su vida ni un caramelo de San Blas, y temí que me despidieran con cajas destempladas. 

EL TIEMPO DETENIDO

Pero todos me miraban con absoluta atención y yo procuraba hablar sin atropellarme, sintiendo lo que decía, sintiendo lo que iba a decir. Intercalando algún silencio entre idea e idea, lo cual me producía un secreto erizamiento de la piel y lograba que el tiempo se detuviera. 

Detener el tiempo, valiente provocación en una cárcel. Sin embargo, al final de la charla, en un tiempo de tertulia que se generó, les recomendé Biografía del silencio, de Pablo d’Ors, y la práctica de la meditación. Entre bromas, les advertí de la paradoja de querer detener el tiempo estando en una cárcel, donde el preso común espera con ansia el nuevo día para tachar, en el calendario, ese que le resta para alcanzar la libertad. Quizá sea un error, pero nada más comprensible que vivir así. Por eso les invité a meditar, a tratar de, a pesar de todo, detener el tiempo. A olvidar, por unas horas, que viven en una isla dentro de una isla. Esa es la mejor evasión posible, pensé. O, al menos, la única que tienen a su alcance.

También me sentí pisando un terreno resbaladizo al hablarles de otro libro, El adversario, de Emmanuel Carrère, novela de no ficción en la que el autor se entrevista y recrea la historia de Jean-Claude Romand, que en 1993 mató a su mujer, dos hijos, dos padres y perro. No debemos dejarnos llevar por nuestra peor parte, por ese adversario que todos tenemos dentro, les dije, con cierta osadía, y buscando y encontrando la aprobación del periodista responsable de estas sesiones.

Aprecié el intento, en ese grupo de unas quince personas que cada jueves acude a hablar de libros, de vencer al adversario que llevan dentro. A aquel monstruo que les hizo cometer los delitos que cometieron. Violencia doméstica, asuntos relacionados con la trata de blancas, en las que la justicia no siempre está con el preso (basta que te pillen haciendo unas fotocopias para tal gerifalte para que te caiga una condena por pertenencia a organización criminal), robos menores, temas de drogas. Entre los asistentes, un paisaje humano variopinto pero fiel reflejo de la realidad social de muchas cárceles, donde América Latina, España y África del Norte, con sus distintas sensibilidades y culturas religiosas, están condenadas a entenderse.

Me dirigí a ellos como un todo, al margen de sus posibles fechorías, de las que supe algún detalle más tarde. Descubrí que quien comete un delito no tiene por qué ser un delincuente. O que, habiéndolo sido, también puede dejar de serlo. Lo dijo un preso, colombiano, que reconocía que no quería volver a su Bogotá natal. «Aquí hay otra forma de pensar». Citan a un autor indio, una especie de Albert Espinosa asiático cuyo nombre olvido, del que hablan con más entusiasmo que yo mismo de mis propias cosas. Están dispuestos a no venirse abajo y buscan los asideros que haga falta.

DAÑO A LA PERSONA

Eso los más entusiastas, los más jóvenes, a pesar de estar, algunos, en una cruda prisión preventiva que se puede demorar hasta dos años, ante del juicio que determine que se hará con su vida, con su encierro. Está a punto de concluir la hora y media de sesión y veo algún rostro más cansado, absorto. Como el de un hombre canario, muy activo al principio, que me hizo unas preguntas más interesantes que la de algunos periodistas de carné.

Frente a mí, un hombre de unos sesenta y algo, saharaui, se ha venido un poco abajo. Intuyo una nube negra que se cierne cada día sobre muchos de los reclusos. Más tarde, leo la entrevista que le hacen —en una estupenda revista que han elaborado los presos, bajo la coordinación del periodista Saúl García— al director de la prisión, Juan Hidalgo Pérez, que lleva más de treinta años en esto: «Las que pasan de cinco años ya hacen daño a la persona». Habla de las condenas, también conocidas como penas.

Todos se despiden muy amables y nos dan las gracias. Los veo marchar, juntos, hacia su módulo correspondiente. Al salir, Saúl y yo tomamos cerveza artesanal en un restaurante de los que salen en las mejores guías turísticas. No tengo por qué sentirme obsceno, pero casi lo hago. No puedo evitarlo, pero me siento afortunado por no estar ahí. Desecho mis planes frívolos de hacerme novelista como interno voluntario.

En la revista, leo unos haikus escritos por los reclusos. Uno de ellos, encerró a una chica durante dos días en una caravana. Ella se llevó la peor parte, pero a veces no se sabe quién es realmente la víctima. O qué le llevó al verdugo hacer lo que hizo; lo dijo uno de los propios presos y le di la razón. A pesar de las actividades, las bibliotecas y el gimnasio, me llevé la sensación de que todos acababan siendo víctimas. 

Una mujer mira un cuadro
un hombre mira a esa mujer
el arte de lo vivo
(…)

Una nave especial
un astronauta reparando
una idea al infinito
(…)

Un delincuente arrepentido
años pendientes
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